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domingo, 3 de septiembre de 2017

PASAJE AL INFIERNO Faby Lopez

La foto de Faby Lopez

Esta historia me fascino y quise compartirla con ustedes.
PASAJE AL INFIERNO.
En el pueblo de Wallenfels, lugar tradicional de Alemania, del interior de un bar lujoso, a altas horas de la noche, salió una elegante joven rubia, después de un ardoroso baile con un individuo. En la acera, llamó un taxi para volver a su departamento. Era primera vez que marcaba aquel número, que encontró en un folleto recogido, el cual mostraba “666” en medio.
Esperó a que llegara pronto, pues comenzaron a caer gotas y debió sacar su paraguas. Esa tarde lo habían anunciado en la televisión: podía llover.
Se detuvo ante ella un taxi rojo, color que no había visto en tales, con vidrios polarizados. Abrieron la puerta de atrás, invitándola a entrar. Dudó por un momento, pero no quería llegar tarde a casa así que subió. Los asientos estaban forrados, y se sintió algo sofocada por la iluminación roja y unos tangos antiguos sonando en la radio.
—A dónde se dirige —dijo el conductor con voz madura y seductora.
Parecía de unos cuarenta años, tenía mostacho, ojos café, usaba boina y bufanda. Su aspecto era suntuoso y rimbombante, aunque algo en su rostro sugería cierta maldad. Llevaba anillos de oro. Pero no se concentró demasiado en él; iba más enfocada en mirar la calle, por si llegaba a llover. Detestaba la lluvia.
Sus ojos eran azulados. Notó a través del retrovisor que él la observaba; se ruborizó y apartó la mirada.
Contestó la ubicación de su domicilio y le entregó las monedas. “En camino”, contestó el hombre, cuya voz, sin saber por qué, la estremecía. Giró el volante y dobló por una calle. Por el parabrisas se veía la llovizna. Sin embargo, en ese momento no sabía que estaba en un peligro sin paragón; en un engaño que pondría en riesgo su vida.
En aquel pueblo de Wallenfels, existía un mito desde hacía mucho tiempo, que las ociosas dueñas de casa contaban a sus hijos para enviarlos a dormir temprano, mientras sus maridos andaban fuera trabajando, como leñadores y oficios por el estilo. El mito tenía similitud con los que se contaban en casi todas las culturas con el efecto de amedrentar a los niños, como el viejo del saco, el coco, etcétera. Éste hablaba de un demonio que salía a la caza de los infantes que aún estaban despiertos en las horas previas al anochecer, y, si los pillaba despiertos, los devoraba. Luego este mito evolucionó, siguiendo estándares más contemporáneos. Mucho tiempo después, cuando nuestra protagonista era una pequeña de cinco años, a la que le faltaba uno de los dientes delanteros, pues hacía poco se le había caído, su madre, una de estas dueñas de casas desocupadas, le contó el mito actual, el cual decía que el demonio se las ingenió para atrapar a la juventud que andaba hasta avanzadas horas de la tarde por la calle, y de este modo tomó el cuerpo de un taxista; se le conocía como Fahrerteufel. Su hija nunca hizo caso a esta historia, y cuando adulta se volvió aficionada a las salidas nocturnas y fiestas. Sólo a veces pensaba, si sería verdad que el Fahrerteufel andaba rondando las calles.
Hacía unos meses un padrino rico de ella había muerto, y como su familia era la más cercana al padrino, en su casa cayó toda la fortuna de la herencia. Sus vidas habían cambiado. Vivía ahora con su madre en un lujoso apartamento y se volvió una mujer apegada a la buena vida y la ostentación. El taxista había encendido un cigarrillo. Dio una bocanada y lo limpió en el cenicero, diciendo:
—¿A qué te dedicas?
Desconfiada, sin parecerle que correspondiera al servicio de transporte, dudó en responder. Finalmente, dijo:
—Hago lencería de mujer.
—Vaya, qué interesante —respondió dando otra bocanada a su cigarrillo. De vez en cuando la miraba de reojo por el retrovisor.
El auto se detuvo ante una luz roja. La llovizna había cesado, la noche estaba húmeda, pero las farolas y luces de locales entregaban una sensación de calidez. Sintió que este momento era el preludio a algo mayor que sucedería en el vehículo. No se equivocó: el brazo de él se había estirado hacia su rodilla y la acariciaba.
—Veo que usas portaligas —comentó. Su mirada, en el retrovisor, estaba sobre su muslo, que se alcanzaba a percibir entre la corta falda.
Se sonrojó, cubriéndose rápidamente con la falda, y se sintió ofendida. Intentó abrir la puerta, pero no podía quitar el seguro, por más que se esforzara. Dio luz verde. El motor arrancó.
—No me diga ese tipo de cosas. Deténgase, me bajaré.
—No, no puedes bajarte.
—¿Por qué?
—Porque el azar te ha puesto aquí, y ahora estás condenada.
Mientras él hablaba, secretamente sacó su celular y quiso marcar a la policía. Pero no recibía señal. Debía haber algo dentro del vehículo que la bloqueaba. Se desesperó.
—Escúcheme, tengo dinero. Si usted me deja bajarme, le daré lo que quiera.
—¿Cuenta eso en carne?
—¿Qué?
—Soy un dios del sexo —respondió, y ella pensó: “Qué ego se tiene este hombre”.
—Mi departamento no está por allá —añadió, al ver que él tomó la calle del otro lado.
—Nunca dije que iríamos a tu apartamento.
El taxi se detuvo frente a un local. Él acabó su cigarrillo y lo dejó en el cenicero, se echó un spray para el hálito y lentamente se le acercó; cerca de su rostro, le dijo:
—¿Sabías que soy el Fahrerteufel?
Juntó sus labios con los de ella y la besó. De súbito, sintió una enorme calentura, rindiéndose ante la sensualidad de aquel hombre; le vino un antojo que no pudo reprimir, y sólo quiso seguir besándolo con locura. Luego le tomó el rostro con ambas manos, y mirándolo fijo, le dijo:
—Dime más, dime, de dónde vienes.
—Vengo del reino del infierno, donde hay muerte, castigos y demonios. Soy uno de ellos. Satisfago mis deseos con los humanos, hombres y mujeres, luego les saco el aliento, llevándome sus almas conmigo.
Se vio dominada por un profundo arrobamiento que no podía combatir, junto a la lujuria, y se arrojó sobre él para seguir disfrutando sus labios como si no hubiera un mañana. Pronto sintió un gran escozor, como si la boca le ardiera. Fue tan grande el dolor que no pudo evitar dar un grito. Y, cuando menos lo esperaba, sintió presionada contra ella una pistola que el Fahrerteufel tenía en la mano.
Le dio un ataque de pánico, se sintió en una crisis, y, al llevarse el dedo a los labios, notó que tenía sangre. Él abrió la puerta, la tomó del brazo, descendieron del taxi y la condujo dentro del local, aparentemente abandonado. Allí se echaron sobre una alfombra rojiza e hicieron el amor. La besó por última vez, llevándose junto con el aliento su alma. Luego le puso la pistola en la frente y dijo:
—Desaparece de aquí, ya me has dado todo.
Salió del local, caminó con un ligero mareo por las calles, el Fahrerteufel volvió a su vehículo y arrancó. Una vez sola, pensó que, aunque estaba condenada, el rato de diversión había valido la pena, aunque perdió su alma. Con una sonrisa torpe, siguió andando, se topó con un muro y su cuerpo lo atravesó.

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