- Me bañé con Tío Nacho.
- Pero ese champú no lastima los ojos.
- ¿Champú? ¿Cuál champú?
Los reclusos de esa prisión se hacinan en una vieja construcción donde cuesta respirar bajo el sofocante calor tropical y las celdas son unas auténticas goteras durante las lluvias de los monzones orientales.
Mentalmente, el periodista se decanta por la penumbra reinante, mientras espera al recluso. Diez minutos después aparece un celador con el preso. Éste se acerca a una sucia rejilla tratando de reconocer a la persona que ha pedido verle.
Umberto Benorrutti pasó los primeros días de su ingreso al penal frente a una hoja en blanco y un lápiz, tratando de explicar a su familia dónde estaba y por qué. Transcurrieron seis largos meses antes de tener el valor de enviar a su natal Venecia la carta en la que confesaba a sus padres que se había convertido en un "monstruo" y que tendría que pasar los siguientes cuarenta años de su vida en aquella cárcel camboyana, situada al final de un camino de arena flanqueada por cocoteros y arrozales.
- ¿Nos conocemos? -pregunta-
- No. Soy un periodista y solicité charlar con usted.
- ¿Sobre qué?
- Sobre su vida en la cárcel... el juicio... los delitos de los que está acusado, pero... entenderé si no quiere hablar conmigo.
- No, no. Está bien, podemos hablar.
Umberto Benorrutti tiene veintisiete años y ha cumplido el primero de los cuarenta que deberá purgar por abusar de varios niños. En su domicilio encontraron cientos de fotografías pornográficas en las que aparecía con sus víctimas. De modo que no tuvo sentido negar lo que había hecho y se declaró culpable. Dijo que siempre se había sentido atraído por los niños, pero que en el ambiente conservador de su país había conseguido reprimir sus impulsos. Todo su control se desvaneció al llegar a Camboya donde había sido contratado para trabajar en una escuela... más bien, se trataba de un orfanato manejado por una muy dudosa "organización cristiana". De pronto se vio en un lugar sin ley en donde todo mundo parecía hacer todo lo que le venía en gana, simplemente por el hecho de que "podía hacerse".
Este pseudo profesor habla, sin alterarse, del alivio que sintió cuando fue capturado al fin; describe sin dramatismo las condiciones de la prisión y reflexiona sobre la certeza de que no le importan los años que pase allí encerrado, el suyo es un delito que le perseguirá siempre por cualesquiera de las leyes del mundo. Su voz sólo se resquebraja cuando el periodista le pregunta por sus víctimas, la indefensión en la que se encontraban frente a él y el daño que han sufrido.
Llora.
- Sí, lo entiendo. Pero no soy un criminal, sino un enfermo, y a los que tenemos esa enfermedad no nos ofrecen un tratamiento, sólo nos desprecian y arrinconan. No quiero salir de aquí, porque conmigo encerrado, los niños están seguros allá afuera. Estoy enfermo. ¿Me entiende? No me veo capaz de controlar mis actos. No hay cura para los que son como yo.
El hombre que tiene enfrente el periodista, habla como una persona, llora como una persona, pide ayuda como una persona, y no quiere concederle la condición de persona, porque si lo hiciera sentiría compasión y entonces estaría disminuyendo la gravedad de sus actos y no se convencería de que es un indeseable monstruo que ha destrozado la vida de unos inocentes.
Entrevistar a Benorrutti mirándole a los ojos, no despeja ninguna de sus dudas. No es capaz de distinguir si sus palabras son sinceras o sólo es actuación. Su cercanía se fue haciendo cada vez más incómoda, hasta que decide poner fin a la entrevista.
Cuando está a punto de marcharse, el preso le pide un favor, quiere que en la próxima visita le lleve un chocolate Nutella.
- Intentaré conseguirlo. -dice a modo de despedida-
Aunque el periodista sabe que no habrá una próxima visita.
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