POSESIÒN DEMONIÀCA FATAL.
Una tarde de diciembre recibí en mi oficina una llamada desesperada de doña Lupe, quien aseguró que desde hacía varios meses su hija Rita acostumbraba jugar con la ouija y el comportamiento de la muchacha había cambiado paulatinamente, llegando al extremo de golpear a su madre y amenazar a sus hermanas y a su padre con un cuchillo.
Le practicaron varios estudios clínicos físicos y mentales, que revelaron que su hija estaba clínicamente sana, por lo que optó por pedir la opinión de una vecina que practicaba el espiritismo.
Al ver a Rita la vecina se espantó y dijo a su madre que la joven estaba endemoniada y tendrían que exorcizarla; agregó que ella no podía ayudarla y no volvió.
Doña Rita y su marido, angustiados y confundidos, se echaron en busca de un curandero que les habían recomendado y lo llevaron ante su hija, que en ocasiones se ponía tan mal que tenían que amarrarla a la cama.
Al llegar al cuarto de la joven el curandero encendió un anafre y comenzó a practicar una limpia a la muchacha, para lo cual pidió a la familia que los dejaran solos. Pasaron unos diez minutos y se escucharon unas horribles carcajadas. Era una voz gruesa y cavernosa, como de bestia, que jamás se había escuchado en esa casa.
A la vez hubo un estruendo terrible, como si destruyeran los muebles de la habitación. Llenos de angustia y pánico, los padres de Rita se dirigieron a la habitación y al abrirla encontraron a su hija saltando en la cama y carcajeándose burlònamente con la espeluznante voz.
En las manos teñidas de sangre sostenía mechones de cabello y no cesaba de proferir toscos insultos contra el curandero.
—¡Ahí tienen a su gallo! Tráigame otro, porque este pen… no sirvió para nada. ¡Ja ja ja!
El curandero se hallaba inmóvil en el piso, quemándose, porque el anafre encendido estaba debajo de él.
Su cabeza casi no tenía cabello, pues Rita se lo había arrancado a tirones.
Como pudo, la pareja lo sacó de la recámara, arrastraron el cuerpo del hombre y luego cerraron con llave.
Asustada, la madre de Rita fue por alcohol para reanimar al curandero, que parecía muerto. Minutos más tarde reaccionó y profirió terroríficos gritos. —¡Es el diablo! —decía— ¡Es el diablo!
Sangrando de la cabeza y muy golpeado, no hizo caso de las preguntas que le hacían y salió enloquecido, olvidando incluso sus pertenencias, para nunca volver. Doña Lupe y su familia se vieron como al principio, sin saber qué hacer o a quién acudir, viviendo en la impotencia y el terror por lo que le ocurría a su hija Rita.
Confieso que abrigué dudas en cuanto a lo que doña Lupe me relató, pero no puedo negar que estaba muy impresionado, sobre todo por la forma desesperada en que decía las cosas, con momentos en que su voz era interrumpida por la angustia y el llanto.
Esto generó en mí un enorme deseo de que se tratara de una enfermedad y no de la presencia del maligno.
Es muy difícil que sucedan casos de posesión. Según las estadísticas de expertos exorcistas, de cada 200 personas reportadas como posesas solamente un caso es auténtico.
Y es que ciertas alteraciones mentales, como la personalidad múltiple o un síntoma esquizoide, pueden confundirse fácilmente con un caso de posesión.
Los verdaderos exorcistas atienden siempre la posibilidad de una posesión, pero hay signos específicos que presentan quienes tienen este tipo de problemas, entre los que destacan:
—Que hable una lengua o dialecto nunca antes aprendido por el poseso.
—Que su vientre o la garganta presenten inflamación temporal o permanente.
—Que presente repudio total contra imágenes divinas, agua bendita, oraciones o rezos, y lo manifieste en forma agresiva y violenta.
—Que duerma y coma poco. -Que le moleste la luz.
—Que sean desagradables su aliento y su humor corpóreo.
—Que, en ocasiones, en el sitio donde se encuentra la persona se registre una notable baja de temperatura.
—Que después de cada crisis el presunto poseso no recuerde nada, y que presente pérdida de energía y cansancio.
Sòrprendentemente, Rita presentaba todos estos signos, según la señora. Y al verla tan confundida, le dije que era urgente que la joven tuviera supervisión médica constante y también que era necesario que un exorcista experimentado investigara el caso para determinar si se trataba de una posesión.
Añadí que si algo podía hacer por ella o por su hija, lo haría con mucho gusto.
—Mire, Juan Ramón —repuso—, un amigo del trabajo de mi marido le dijo que fuéramos a un templo ubicado en un estado vecino y que allí hay unos sacerdotes autorizados para practicar este tipo de rituales.
Sé que tal vez usted no me cree, pero quiero que se cerciore de que digo la verdad. Y si le he hablado de nuestro sufrimiento es para que en su programa aconseje a los jóvenes que no se metan en estas cosas, porque se pagan muy caro.
Y no sólo pagan ellos, sino que para la familia esto resulta un verdadero infierno. Y de nuevo doña Lupe se desató en llanto. Juro que se me formó un nudo en la garganta.
Acordamos que los visitaría tres días después y en tanto ellos harían lo necesario para que los sacerdotes recomendados fueran a reconocer a su hija Rita.
Durante el fin de semana estuve pensando en ese caso, que me había dejado muy impresionado, y pidiéndole a Dios que Rita estuviera bien y se tratara de un mal psicológico.
Aunque había leído varios libros sobre posesiones y exorcismos, era la primera vez que me veía frente a una persona que posiblemente tuviera ese problema y tenía mucho interés en investigar su situación.
Llegó el lunes. La noche anterior no podía conciliar el sueño y al despertar me sentí raro, como si algo me hiciera sentir un temor muy especial.
Dediqué un tiempo a orar y me fui a casa de Rita asediado por el temor y el desconcierto.
En el camino me pasaron cosas extrañas. Dos veces estuve a punto de chocar y mi camioneta se detuvo en varias ocasiones sin motivo aparente, aunque sólo tenía dos meses de uso. Al llegar a la colonia ubicada en una zona popular de la ciudad, busqué la calle que me habían indicado e inexplicablemente nadie podía darme razón.
Pasaron así unos cuarenta minutos y al cabo, con sorpresa, caí en cuenta de que había pasado frente a esa calle varias ocasiones sin verla, y puedo asegurar que no soy tan distraído como para que esto me hubiera ocurrido. Finalmente preferí no darle importancia a esos incidentes.
Llegué a la casa. Era una vecindad de construcción antigua, con un gran patio en el cual destacaban los tendederos y había algunos niños jugando.
Me dirigí al departamento siete, en el primer nivel, y justo antes de tocar la puerta ocurrió otra situación extraña. Sentí que me tocaban el hombro, lo cual me sobresaltó, y al volverme vi a una anciana que vestía de negro.
—¿Que buscas? —me dijo— ¡Lárgate de aquí! ¿Qué no sabes que esta es la casa del diablo?
En ese preciso instante escuché que corrían el cerrojo de la puerta, lo que me hizo dirigir la vista hacía la entrada de la vivienda. Abrió una señora que me preguntó:
¿Juan Ramón?
-Sí —respondí, y en ese momento me volví hacia donde se hallaba la extraña anciana. Y vaya sorpresa, la anciana ya no estaba, y no era posible que una señora de avanzada edad recorriese en cuestión de segundos un pasillo de cinco metros de largo hasta la puerta del departamento contiguo, donde hubiera podido entrar, pues no había posibilidad de que se ocultara en otro lugar.
Sentí un vacío en el estómago y un gran frío recorrió mi cuerpo.
—Soy la señora Lupe. Qué bueno que vino, Juan Ramón —me dijo la señora que había abierto la puerta—. Pero está muy pálido, ¿se siente bien?
—Claro —le respondí, y preferí no decir nada de lo que me acababa de pasar, pues ella tenía preocupaciones más importantes.
Entré a una pequeña sala comedor y me presentó a su marido, a dos de sus hijas y a tres señores familiares de ellos.
Sentí una sensación de miedo y angustia y la cabeza empezó a dolerme. Doña Lupe me ofreció un té y en ese momento ella y su marido se soltaron llorando.
Entrecortàdamente mencionaban que ya no sabían qué hacer, llevaban semanas durmiendo de dos a tres horas por día. De verdad, se veían demacrados.
—Y Rita, ¿cómo se encuentra? —pregunté.
—Muy mal —respondió el marido—, acaba de irse el doctor que vino a revisarla. Anoche le pusieron una inyección para que durmiera, porque día y noche permanece despierta.
En ese instante llamaron a la puerta. Eran dos sacerdotes que por primera vez visitaban a Rita.
Mencionaron que no habían acudido antes porque encontraron obstáculos para concretar la cita.
Pidieron que las dos hermanas de Rita salieran de la casa porque iban a decir algunas oraciones y en caso de que hubiera posesión la conducta de la joven podría alterarse negativamente.
Preguntaron por los estudios médicos practicados a Rita e hicieron saber al matrimonio que iniciarían un periodo de observación y pruebas, y en caso de que hubiera una posesión auténtica, inmediatamente comenzarían los trámites para el exorcismo.
Los sacerdotes nos pidieron a los presentes que orásemos juntos por la pronta recuperación de la joven y para hacerlo sacaron de una pequeña maleta estolas, agua bendita y dos ejemplares de la Biblia.
Uno de ellos se acercó y me dijo: “Yo no sé quién esté ahí dentro, pero dedícate a orar, no permitas que lo que diga o haga te distraiga. Y de preferencia, no le mires a los ojos”.
Nos explicaron que las posesiones rara vez se dan y son originadas por la presencia de seres infernales que se arraigan en el cuerpo de las personas gracias a alguna acción que les permita la entrada.
Dijeron que esto era muy serio y debíamos guardar el mayor respeto y concentrarnos en nuestra fe en Dios, a fin de que el Señor librara de todo mal a la joven, a su familia y a los presentes. Una vez que estuvimos listos, el padre de Rita abrió la puerta de la recámara y entramos.
En la habitación reinaba un completo desorden, olía un poco a humedad y otro poco a putrefacción. El ambiente era pesado y en la cama dormía una joven de unos veinte años.
Uno de los sacerdotes indicó a los dueños de la casa que la despertaran para platicar con ella.
Rita despertó y mostró extrañeza de que estuviéramos en su habitación.
¿Quiénes son estas personas? —preguntó— ¿Por qué están aquí?
—Vienen a visitarte porque te van a curar, hijita —le dijo su madre, y siguió platicando con ella en voz baja mientras los sacerdotes se disponían a rezar el santo rosario.
Rita daba de impresión de ser una persona normal. Su mirada era imprecisa y sus movimientos eran torpes, quizá porque acababa de despertar. Uno de los sacerdotes se acercó a ella.
—¿Cómo te sientes?
—Bien —repuso Rita.
—Mira, hija, yo soy el padre Germán y él es el padre Anselmo. Sabemos que estás enfermita y vamos a pedirle mucho a Dios que te cures pronto y vayas nuevamente a la escuela y hagas todo lo que te gusta, pero necesitamos que pongas mucho de tu parte. ¿Nos vas a ayudar?
—Sí, padre… Tengo sed.
La madre de Rita fue por agua mientras el papá acomodaba unas almohadas para que la joven se recostara. Todo parecía normal y yo hubiese podido asegurar que tenía frente a mí una persona que quizá padecía una alteración nerviosa que la obligaba a reaccionar en forma extraña. Pronto me di cuenta de que no era así.
Rita se puso cómoda; estaba tranquila. De pronto bajó la cabeza y la mantuvo así unos momentos. Cuando levantó el rostro sus facciones habían cambiado y el cambio se notaba sobre todo en la mirada.
Tenía la cara algo inclinada hacia abajo y dirigía la mirada hacia nosotros, con una penetrante forma de mirar a cada uno de los presentes.
En ese instante los demás estaban distraídos, esperando a la mamá de Rita, que había ido por agua. Creo que fui el único que se percató del cambio de la joven.
Me volví hacia el padre Germán, llamé su atención y con la mirada le indiqué que viera a la joven.
Dé inmediato el sacerdote dijo: “Prepárense, vamos a empezar”. Y rápidamente él y el padre Anselmo se colocaron las estolas y fueron a un rincón, donde hablaron de algo que no escuchamos.
No sé si eran mis nervios, pero la habitación comenzaba a ponerse fría mientras Rita, callada y misteriosa, continuaba observándonos. En un momento su mirada se concentró en mí y me puse más nervioso ante su manera de mirar rara y desafiante. Para romper la tensión se me ocurrió sonreírle.
Qué impresión tan grande cuando con voz cavernosa y grave me dijo:
—¿De qué te ríes, pen…?
En ese momento su mamá entraba al cuarto con un vaso de agua, y viéndola actuar de ese modo se dirigió a ella.
—Rita, hija, ¿qué te pasa? Tranquilízate, todo va a salir bien.
Rita la ignoró y continuó viéndome con actitud enfurecida. Yo había tenido la experiencia de platicar con personas que presentaban problemas de personalidad múltiple, aunque nunca con ese cambio de voz tan drástico, y pensé que el suyo era uno de esos casos.
—No sé cuanto habrás sufrido —me dirigí a la muchacha— para hacerle esto a la joven, pero si le pides perdón al maestro Jesucristo, él te perdonará.No se lo hubiera dicho.
Esto originó una de las más grandes impresiones que he tenido en mi vida. Increíblemente, sin hacer esfuerzo propio, es decir sin apoyarse en brazos ni piernas, acostada sobre la cama, algo que todavía no entiendo qué fue la empujó hacia arriba y la arrojó de su cama hasta cosa de un metro de donde yo me encontraba.
Cayó de pie y al hacerlo un indescriptible frío se apoderó del lugar. Con una cara todavía más desfigurada, voz cavernosa y un asqueroso aliento, me gritó:
—¡Cállate hijo de la ch…, porque si no, voy a matarla a ella, a ti y a todos estos pin… entrometidos!
Y al final soltó una escalofriante carcajada.
Uno de sus familiares se abalanzó sobre ella y la tiró al suelo, al mismo tiempo que le extendía uno de los brazos y se arrodillaba sobre él.
Ante el asombro de todos, Rita, o quien estuviera dentro de ella, con el brazo que tenía pegado al suelo y sobre el brazo un hombre que fácilmente pesaría unos 90 kilos, lo levantó y lo estrelló contra la pared que estaba a dos metros de distancia.
En ese instante el padre Germán se quitó la estola y colocó la cruz del bordado sobre la frente de la joven. Al mismo tiempo el padre Anselmo invocaba a Dios, lo que provocó que la joven soltara un fuerte alarido. Después, se tranquilizó.
Entre todos cargamos a Rita y la llevamos a su cama. Emitía unos gruñidos semejantes a los de un cerdo y un fuerte olor a podrido la envolvía.
Enseguida los sacerdotes nos pidieron que saliéramos de la habitación, la cerráramos e hiciéramos oración mientras ellos permanecían en la recámara.
Ya en la sala, y sin habernos repuesto de la impresión, rezamos el santo rosario, que en ocasiones interrumpían algunos gritos de Rita y su horrible voz que nos decía:
—¡Ya cállense, malditos! Cállense, perros malditos, porque de todas maneras me la voy a llevar.
Transcurrieron unos 40 minutos para que terminásemos de orar y en ese momento ya no se escuchaba nada dentro de la habitación.
Ninguno de nosotros hizo comentario alguno, creo que estábamos todavía muy impresionados e intrigados por lo que sucedía en la recámara.
Aproximadamente 30 minutos después nuestro silencio fue interrumpido por los sacerdotes que salían del cuarto notoriamente cansados.
Pidieron agua y se dirigieron a los padres de Rita, preguntando cómo había iniciado todo esto y cuánto tiempo tenía.
La pareja respondió a todas sus preguntas y las respuestas se ajustaban a lo que me había platicado doña Lupe cuando me llamó por teléfono.
Los religiosos, después de escuchar lo referente a Rita, concluyeron que notificarían a sus superiores y señalaron que, efectivamente, se trataba de una posesión, por lo que harían todo lo conducente para llevar a cabo el exorcismo lo más pronto posible.
Como esta serie de rituales podría tomar varias sesiones, recomendaron que se hicieran oraciones a diario y que procuraran que la joven comiera y descansará lo más posible.
Era necesario, agregaron, que un médico estuviera pendiente de su salud y que cuando se manifestaran estos seres que la muchacha tenía dentro los ignoraran y por ningún motivo entraran en discusión con ellos.
Los intentos que los sacerdotes hicieron, durante varias semanas, desgraciadamente resultaron inútiles, Rita tenía a los demonios muy arraigados en su cuerpo y su debilidad física extinguía la posibilidad de ser liberada.
Tres semanas después, Rita falleció. Los médicos manifestaron que la causa de la muerte fue una serie de infartos cerebrales que la joven no pudo resistir. Y la vida de la familia de Rita quedó marcada para siempre por la terrible pesadilla.
Juan Ramón Saenz – La mano peluda.
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