ANGELA PERALTA EL RUISEÑOR MEXICANO.
Ciudad de México el 6 de julio de 1845 —Mazatlán, Sinaloa, 30 de agosto de 1883.
Ángela era una mujer fea. Su cuerpo era pequeño, obesa, de cara redonda, la nariz puntiguada y enorme, la boca gruesa, los ojos saltones y para colmo de males era tan miope que casi caía en la ceguera. Su cuello era tan corto y regordete que parecía tener bocio. Y sus papás tampoco le ayudaron mucho con el nombrecito con que la bautizaron, ya que la pobre niña llevó el nombre de María de los Ángeles Manuela Tranquiliza Cirila Efrena Peralta Castera. ¿Logró aprendérselo? Todo un auténtico trabalenguas. La pobre parecía estar totalmente dejada de la mano de Dios y de los hombres. Pero tenía una cualidad excepcional: cantaba tan hermoso como un ruiseñor. Y de hecho así le llamaron: “el ruiseñor mexicano”.
Nació en la ciudad de México, de origen humilde, aunque sus padres procuraron darle muy buena educación, motivando además sus inclinaciones artísticas. Le gustaba la poesía, tocaba el piano, componía, hablaba francés e italiano y por si fuera poco tenía un gran conocimiento de la historia de México, historia universal y geografía. Su primera gran oportunidad la recibió a los 8 años, cuando cantó en público La Cavatina de Donizetti. Posteriormente estudió el Conservatorio Nacional de Música y en 1860 participó en la ópera El Trovador en el Teatro Nacional de la ciudad de México. El público quedó fascinado y recibió una tremenda ovación. Sin contar con más apoyo económico que el de su padre, viajó a España para tomar clases de canto con uno de los mejores maestros de la época. Después fue a Italia y en 1862 actuó en “Lucía de Lammermoor” ante el más difícil de todos los públicos, el de la Scala de Milán. El triunfo fue rotundo. Y esto le valió para luego ser invitada a cantar ante sus majestades Víctor Manuel II y su esposa, en una representación de “La Sonámbula” de Bellini. Cuentan los informes de los cronistas de la corte, que tal interpretación fue tan aclamada, que la Peralta tuvo que salir a agradecer a su público las ovaciones otorgadas 32 veces.
El público de aquella noche estaba repleto de autoridades políticas, artísticas y periodísticas que ni tardas ni perezosas alabaron la magnífica voz de la soprano mexicana. Sin embargo, no fueron los únicos que la vitorearon, pues después de Turín y la corte del rey Víctor Manuel II, le siguieron contratos para presentarse en Roma, Florencia, Bolonia, Lisboa y El Cairo. Al terminar esta gira, todas las ciudades italianas la hicieron su figura indispensable durante las temporadas de ópera entre 1863 y 1864; cosa que raramente sucedía, salvo con las grandes excepciones, como es el caso de Ángela Peralta. Pero no sólo Europa la aclamaba y pedía, sino que también su misma patria. El Archiduque de Austria, Fernando Maximiliano, le hizo la cordial invitación para que volviera a México en calidad de figura primerísima del Teatro Imperial Mexicano. El 20 de noviembre de 1865 la ciudad de México se vuelca para recibirla. Actores de la academia de Bellas Artes, estudiantes del Colegio de San Carlos, intelectuales, artistas, gobernantes, la anónima masa y, por supuesto, su familia, salieron a darle la bienvenida después de un intensísimo viaje en el que cosecha muchos de sus más grandes triunfos. Una vez en México continuó sus estudios y sus exitosas presentaciones en diversos escenarios mexicanos, volviendo posteriormente a Europa donde duró cuatro años y medio en su exitosa carrera.
Los siguientes años de su vida las pasó entre Europa y México. Parecía que nada podía frenar su brillante trayectoria. Pero en 1882, después de una gira por Monterrey, Saltillo y Durango llegó a Mazatlán. El ayuntamiento del puerto, al saber de la llegada del ruiseñor mexicano, aprobó los gastos que fueran necesarios para recibirla dignamente. Se alquiló el teatro Rubio para ofrecerlo a la diva, se engalanó el muelle y se le recibió con el himno nacional. Ángela fue llevada en un hermoso carruaje hasta el hotel, aclamada a su paso por una gran multitud. Ella salió al balcón y saludo al pueblo, que se agrupaba al frente del edificio. Aquello parecía la antesala de un gran triunfo, ya que a Peralta la acompañaban 80 artistas, en su mayoría italianos. Un poco antes de la llegada de Peralta a Mazatlán, las autoridades habían cometido un grave error. En uno de los barcos que llegaron al puerto murió un norteamericano portador de fiebre amarilla. Las autoridades conocieron bien el caso, y aún así permitieron que el cadáver fuera bajado a tierra y sepultado en el panteón local. Esto dio origen a una gran epidemia que rápidamente se propagó por el puerto.
El 23 de agosto se realizó la primera presentación de “El trovador”, más el público fue escaso, ya que corrían alarmantes rumores sobre la propagación de la fiebre amarilla. Se dice que en esos días no había prácticamente ninguna familia que no tuviera a alguno de sus miembros enfermo. Todos se encerraron en sus casas. Nadie quería salir y mucho menos ir a lugares de reunión. El puerto se convirtió en un lugar desolado y las familias adineradas escapaban del lugar. Luego cayó enfermo el director de escena y uno de los maestros del grupo, quienes fallecieron días después. La fiebre amarilla se ensañó con toda la compañía de ópera. De los 80 miembros que la formaban tan solo 6 lograron sobrevivir. Ángela Peralta también fue una de las víctimas. Su última voluntad fue casarse en su lecho de muerte con su amante, don Julián Montiel y Duarte. Uno de los testigos cuenta que uno de los artistas de apellido Lemus, sostenía a Ángela por la espalda y en el momento que el juez hizo la pregunta de si “aceptaba a don Julián por esposo”, el Sr. Lemus movió la cabeza de la enferma”. Muchos afirman que ella ya estaba muerta.
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