Mi taxi se convirtió en un confesionario móvil. Los pasajeros subían y me contaban su vida.
Encontré personas cuyas vidas me asombraban. Me adulaban, me hacían reír y también me deprimían.
Pero ninguna me conmovió tanto como la mujer que recogí una noche.
Respondí una llamada de un pequeño edificio en una tranquila parte de la ciudad, pensé que recogería personas saliendo de una fiesta, alguien que había tenido una pelea con su amante o un trabajador que tenía que llegar temprano a la fábrica.
Cuando llegué a las 2:30 a.m., el edificio estaba oscuro excepto por una luz en la ventana del primer piso.
Muchos conductores sólo hacen sonar su "bocina" una o dos veces, esperan un momento y después se van.
Aunque la situación se veía peligrosa, yo siempre iba hacia la puerta.
Sentí en mi corazón que este pasajero necesitaría ayuda, caminé hacia la puerta y al golpear una frágil voz respondió.
Pude escuchar que algo era arrastrado a través del piso, después de una larga pausa, la puerta se abrió.
Una pequeña mujer de unos ochenta años se paró frente a mí. Ella llevaba puesto un vestido floreado y un sombrero con un velo, como alguien de una película de los años 40'. A su lado una pequeña maleta.
El departamento se veía como si nadie hubiera vivido durante años, los muebles estaban cubiertos con sábanas, no había relojes, ni cuadros en las paredes.
Ella repetía su agradecimiento por mi gentileza.
-"No es nada", le dije. "Yo sólo intento tratar a mis pasajeros de la forma que me gustaría que mi madre fuera tratada".
-"Oh, estoy segura de que es un buen hijo", dijo ella. Cuando llegamos al taxi me dio una dirección, entonces preguntó: "¿Podría manejar a través del centro?"
-"Este camino no es el más corto", le respondí.
-"No importa", dijo ella "No tengo prisa, estoy camino al asilo".
La miré por el espejo retrovisor, por sus ojos rodaban algunas lágrimas...
"No tengo familia", dijo "y el doctor dice que no me queda mucho tiempo"
Sin pensarlo apagué el taximetro.
-"¿Qué ruta le gustaría seguir?", le pregunté.
Por las siguientes dos horas manejé a través de la ciudad.
Ella me enseñó el edificio donde había trabajado.
Manejé hacia el vecindario donde ella y su esposo habían vivido cuando eran recién casados.
Me pidió que nos detuviéramos frente a un negocio de muebles donde una vez hubo un salón de baile, al que ella iba a bailar cuando era adolescente.
Algunas veces me pedía que pasara lentamente frente a un edificio en particular, o una esquina y miraba en la oscuridad sin decir nada.
Con el primer rayo de sol apareciendo en el horizonte, ella repentinamente dijo:
-"Estoy cansada, llegó el momento de irnos".
Manejé en silencio hacia la dirección que ella me había dado.
Era una pequeña casa, dos asistentes vinieron hacia el taxi tan pronto llegamos.
Eran muy amables y cuidaban cada uno de sus movimientos.
Yo abrí la puerta y suavemente la sentaron en una silla de ruedas.
-¿Cuánto le debo? preguntó, buscando en su bolso.
-Nada, le dije.
-Es tu trabajo, debes cobrarme.
-Habrá otros pasajeros, le respondí.
Casi sin pensarlo, sentí un gran deseo de abrazarla.
Ella me sostuvo con fuerza y dijo: Necesito un abrazo.
Apreté su mano y me despedí sintiendo que nunca más la vería.
La puerta se cerró y fue como el sonido de una vida concluida.
No recogí a ningún pasajero, manejé sin rumbo por el resto del día.
No podía hablar, ¿Qué habría pasado si a la mujer la hubiese recogido un conductor malhumorado o alguien que estuviera impaciente por terminar su turno?,
¿Qué habría pasado si me hubiera rehusado a tomar la llamada o hubiera tocado la bocina una vez y me hubiera ido?
Los grandes momentos son los que nos atrapan desprevenidos, aquellos que para otros son sólo pequeños.
La gente tal vez no recuerde exactamente lo que tu hiciste o lo que tú dijiste... pero siempre recordarán cómo los hiciste sentir...
"Conserva el recuerdo del perfume de la rosa... y fácilmente olvidarás que está marchita"
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