Era el inicio de los años 80. Yo era adolescente y estudiante de turno vespertino y tenía que trasladarme en metro y pecera. Por la tarde era pesado el ritual del trayecto a causa del calor y del encierro de esas Combis a las que muchas veces nos les funcionaba ninguna de las 2 ó 3 aletas-ventanillas que tenían; muchas veces tenía que ir uno agarrando la aleta para que no se cerrara con el aire. La mitad del trayecto era así; la otra, en metro. Quizás la ida, paradójicamente, era un poco más rápida debido a que pasaban a esa hora con cierta frecuencia y con lugar para sentarse y la mayoría de las personas no se bajaban sino hasta el metro. La otra mitad del trayecto era recorrer casi completa la línea del Sistema de Trasporte Colectivo Metropolitano.
El regreso a casa ya era con menor energía, dada la hora de salida de la escuela (21:45 hrs.) y de las actividades académicas que van mermando las fuerzas vitales. A esa hora el servicio era muy lento; uno tenía que esperar a veces hasta 10 minutos a que llegara un comboy, y a veces, por no sé qué motivos, se quedaban un buen rato parados en varias estaciones con las puertas abiertas.
Esta mitad del trayecto se hacía más pesada. Al hacer el recorrido de casi toda la línea, pasaban casi 3 cuartos de hora y era bajar, caminar unas cuadras y formarse en una larga fila para tomar la pecera; mucho tiempo invertido en ello. A veces pasaba media hora para poder por fin abordar el trasporte, a veces era más tiempo. Luego, el trayecto, ese sí era un poco más rápido porque ya no había tanto tránsito y en tramos largos casi nadie bajaba, ni subía. Normalmente llegaba a mi casa pasadas las 11 y cuarto de la noche y mi madre ya me había dejado algo para merendar. Generalmente era café con leche y unos tacos o un pan o quesadillas. Aunque a la hora que llegaba, estaban los alimentos menos que tibios porque ya todos se habían ido a dormir hacía un buen tiempo porque tenían que levantarse temprano para ir a la escuela y al trabajo. Bendita mi madre que se preocupaba por mi y no hubo día en que no me esperara en cama despierta para saber que ya había llegado bien y darme mi bendición.
Fue en alguna de las frescas noches de finales del verano de 1983 en que regresaba cansado de una larga jornada escolar que al ir en la pecera sobre la Calzada Ermita Iztapalapa, miré hacia el Cerro de la Estrella, que siempre fue un misterio para mi por sus características e historias, como la Cueva del Diablo en la que algunos entraron y jamás salieron, el prendimiento del fuego nuevo que desde la época prehispánica se llevaba a cabo y tantos sucesos; bueno, entonces volteé y logré ver casi en la parte superior unas luces muy extrañas y de tamaño considerable que parecían moverse de una manera particular, como dando saltos y haciendo a veces movimientos rápidos. El cerro en aquella época no tenía muchos asentamientos humanos y los que tenía, podría decirse que no llegaban por ese lado a poco más allá de las faldas. Así que recordé que contaban que habían visto varias veces luces de gran magnitud en movimiento y que llegó a haber avistamientos de OVNIs; aunque recordé también que a principio del siglo pasado se contaba mucho sobre bolas de fuego en diferentes cerros que a lo lejos parecían luces saltando y que se tenía el temor de estar cerca porque se trataba de la presencia de brujas.
Siempre me ha gustado encontrar lógica a las cosas; eso me lo enseñó mi madre desde niño; sin embargo, también sé que existen cosas que escapan a toda explicación racional materialista. A la fecha no sé lo que vi. No eran linternas, ni aviones, ni helicópteros, ni postes con alumbrado público, ni incendios, ni antorchas, ni todo lo lógico que pudiéramos imaginar.
Prefiero quedarme con la duda a saber qué podía tratarse de algo peligroso para cualquier ser humano. De este evento fui testigo varias noches en que regresaba de mis estudios.
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