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domingo, 17 de enero de 2016

LA LEYENDA DEL NIÑO DAVID. ROCI H. MURRIETA











LA LEYENDA DEL NIÑO DAVID
(Panteón San Isidro )
La leyenda que nos ocupa en esta ocasión tiene como protagonista a Pedro Hernández, quien había sido sepulturero de dicho lugar durante muchos años, y curiosamente es uno de los trabajos más tranquilos que puede haber, pero también a la vez es triste, en más de una ocasión este hombre sintió un nudo en la garganta al ver a los padres destrozados de dolor enterrar a sus hijos.
Por el otro lado, resultaba ser un trabajo donde se tenían momentos para reflexionar, los altos árboles servían como una extensión del muro exterior del panteón, lo que permitía que quedará totalmente aislado del ruido, brindando una sensación agradable paz.
Aquella mañana Pedro se sentía cansado, ya que el día anterior había tenido que abrir una fosa porque su compañero había enfermado y no había podido asistir, así fue por algunos días. 
Tomó todo el material necesario para su trabajo y salió de oficina, se dedicó a hacer algunos arreglos, juntar basura y algunas flores marchitas; haciendo todas estas labores el tiempo se le fue como agua, y cuando se dio cuenta ya eran las doce del día, hora en que estaba programado un servicio fúnebre, se apuró para llegar cuando el cortejo arribara al panteón, el cual estaba compuesto por una camioneta de servicios funerarios en donde llegaría el pequeño cuerpo.
Como en cada labor, Pedro fue por sus herramientas y les indicó el lugar, después se dispuso a esperar junto a la fosa a los asistentes, entre los cuáles se encontraba la inconsolable madre, mujer de baja estatura no mayor de treinta años, vestida de negro con el cabello recogido en un cola de caballo; el padre la llevaba del brazo, era un hombre joven, pero aquel dolor lo había avejentado de una manera increíble. 
No tardaron en llegar los arreglos florales, que siempre se caracterizaban por ser en grandes cantidades; después llegó el sacerdote para dar la bendición al féretro, lo roció con agua bendita al igual que a la sepultura y recitó el salmo 23: "El Señor es mi pastor, nada me falta, en verdes campos me hace reposar", después acercó a los dolientes familiares y les dio algunas palabras de consuelo; el sepulturero pudo escuchar que el difunto era un niño llamado David Gómez de tan sólo ocho años de edad. 
Pronto llegó uno de los momentos más dolorosos para cualquier familia: el entierro, a veces es también sentía tristeza cuando comenzaba a echar la tierra sobre aquellos pequeños cajoncitos que contenían todas las ilusiones y alegría entera de los padres; era lógico que Pedro tuviera sus sentimientos, pues tenía dos hijos ya jóvenes, así que siempre fue solidario con los padres que sufrían una pérdida de este tipo, pues el dolor era tan grande, que incluso el paso del tiempo no llegaba a sanar nunca está terrible herida. 
Cuando moría el esposo o la esposa, la persona en cuestión quedaba viuda; si los padres eran los que fallecían, la persona se quedaba huérfana; pero si moría un hijo ¿seguirían siendo padres? 
Estos y otros pensamientos más rondaban su cabeza cuando el sacerdote le indicó que era tiempo de bajar el cajón, así con ayuda de unas cuerdas se llevó a cabo su tarea; una vez que estuvo abajo, una lluvia de flores cayó sobre el ataúd del pequeño David, en ese momento la madre del pequeño se arrodilla envuelta en llanto ante la fosa de su adorado hijo.
Era de una escena desgarradora, capaz de conmover hasta el corazón más duro. Pedro poco a poco fue echando la tierra sobre el féretro, los padres permanecieron mucho tiempo después de que los asistentes les hubieran dado el pésame, colocando flores encima de la tierra recién removida. 
Aquel día en particular fue muy triste para el sepulturero, no podía sacar de su mente la imagen del entierro del pequeño niño, y mientras se dirigía camino a su casa en el metro elevó mentalmente una oración para él y sus padres.
Conforme pasaron los días, Pedro retomó su rutina y fue olvidando aquel incidente poco a poco, hubiera sido así, pero la madre de David todos los días asistía puntualmente antes del medio día y se iba hasta que el panteón cerraba; todo el santo día la destrozada madre, lo pasaba sentada ante la tumba llorando desconsoladamente, la mujer no comía ni bebía nada durante su estancia, durante tantos años el sepulturero nunca había visto nada igual.
Una tarde, cuando Pedro había cerrado las puertas del cementerio para dirigirse a su casa, sintió de pronto un extraño impulso de regresar para revisar que nadie se hubiera quedado en el interior, ya que en varias ocasiones había tenido que sacar a jovencitos, que muy escondidos planeaban pasar la noche en aquel lugar para hacerse los valientes y muy hombrecitos. 
Miró a su alrededor y no encontró nada, pero casi ya  para salir pasò por la tumba de David, saltaba a la vista su lápida blanca y la estatua de un hermoso ángel; de pronto al acercarse vio a un niño no mayor de 10 años que jugaba con la tierra a sus pies, estaba vestido con un pantaloncito azul claro y una camisita y unos zapatos blancos  y una tierna carita que reflejaba inocencia.
Pedro pensó que tal vez se habìa perdido y decidió hacer algo al respecto, el niño dijo que estaba solo y le pedía su ayuda; pero en el momento que iba a tomar su pequeña mano, el niño ya no estaba, lo buscó por todos lados sin encontrar rastros de él, y pensando que tal vez podría ser un fantasma, sintió mucho miedo. 
El infante no podía haber salido del panteón, ya que las puertas estaban cerradas, así que la única explicación que pudo encontrar fue que era un ser de otra dimensión; en todos sus años de sepulturero jamás había vivido algo igual, si había escuchado muchas historias de este tipo, pero vivirlo en carne propia ¡nunca! 
Entonces salió del cementerio como alma que lleva el diablo.
Impresionado por la aparición de aquel día, el pobre hombre cayó en cama, todo le dolía: los huesos, los músculos, las articulaciones, la espalda, todo o se sentía cansado y con un miedo constante, llevó incluso a pedirle a su esposa que no lo dejará solo, pues en todo momento recordaba al niño del cementerio. 
Diez días después ya era necesario que se presentara a trabajar, visiblemente más delgado y todavía un poco demacrado llegó al panteón; trataba con todas sus fuerzas hacer de cuenta que no existía la tumba del pequeño David, y para su alivio no ocurrió nada durante dos días, pero el tercer día, cuando Pedro se hallaba en su oficina vio pasar a un niño corriendo. 
Por todo su cuerpo corre un escalofrío, quedó paralizado de miedo en su asiento, sin embargo la curiosidad por ver lo que pasaba fue mayor; lentamente se levantó y salió, caminò por el pasillo central hasta que llegó a la tumba del pequeño, en donde nuevamente lo vio. 
David se acercó al hombre asustado y le pidió que le ayudara, necesitaba que le dijera a su mamá que lo dejara descansar, Pedro le contestó que no podía hacer eso, pero cuando volteó ya no había nadie. 
El sepulturero regresó a su casa apesadumbrado, ya que no sabía qué hacer; si le decía aquello a la madre del pequeño, pensaría que se había vuelto loco de remate o que la estaba engañando; por el otro lado, si no lo hacía, el espíritu del pequeño deba seguir rondando.
Al día siguiente, Pedro llegó muy temprano a trabajar como era su costumbre, esperaba ver llegar a la madre del pequeño en su hora habitual, pero esta vez no ocurrió; por lo que decidió aguardar al siguiente día, pasaron dos días más y ni señales de la mujer, esto lo preocupó, por lo que decidió ir a verla esa misma tarde, pero antes de poder salir se encontró al pequeño, quien se acercó a su oído y le susurró su recado para su mamá y acto seguido desapareció. 
El sepulturero investigò en los archivos la direcciòn de la señora y abordó el metro. 
Pronto llegó a su destino, se encontró frente a un condominio en cinco pisos, se acercó y tocó el timbre, una voz femenina le contestó, era la portera y èl le dijo que le llevaba un mensaje urgente a una inquilina  la señora lo dejó pasar. 
Llegó al departamento indicado y esperò  a que le abrieran la puerta, una mujer mayor lo invitó a pasar y se retirò.
Pedro dio un vistazo a la sala, en todas partes había fotos de la familia que antes había sido feliz, una en particular estaba cuidadosamente colocada en el muro y abajo de ella un pequeño nicho con una veladora, era la carita de David; en ese momento aparece la madre, que parece haber envejecido mucho en poco tiempo.
El sepulturero le dice a la mujer que trae un recado muy importante por parte de su hijo, muy serio le dice donde trabaja y de la aparición del pequeño fantasma que no puede descansar en paz, ya que cada vez que la mujer llora y quiere morir para reunirse con él, lo hace sufrir; le comenta que David dice que está bien, no le hace falta nada y lo único que quiere es descansar.
También la libraba de toda culpa sobre su muerte porque sabe que ella hizo todo lo que estuvo en sus manos para salvarlo, que ahora se encontraba en un lugar mejor en donde es muy feliz. 
No quería ver cómo su madre se destruía poco a poco sin comer y sin dormir, deseaba verla contenta cada vez que lo fuera visitar, y a su tiempo el vendrìa  por ella.
La madre soltó el llanto, a Pedro le dolía ser el causante del sufrimiento de la pobre mujer, por lo que decidió retirarse, pero antes que marcharse le dio la señora tres canicas llenas de barro como prueba de que decía la verdad, y le dijo que a veces jugaba con ellas a los pies de su tumba.
Días después, el sepulturero fue visitado por la madre de David, quien le agradeció profundamente cumplir el deseo de su hijo y hacerlo reflexionar sobre su conducta, ambos dieron un paseo por el panteón hasta llegar al sitio donde se encontraba el niño sepultado; ante su tumba se podía ver en la tierra que estaba escrito su nombre, y a los lados se veían las trayectorias trazadas por las canicas al ser lanzadas.

Como podemos ver, los panteones infantiles lejos de ser lugares tristes, pueden llegar a ser a menudo sitios alegres, llenos de globos, juguetes y flores, como si trataran de evocar la vida de risas y juegos que sus huéspedes llevaron durante su corta estancia en el mundo terrenal.

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