Al leer los argumentos del señor Cruz, para comenzar el proceso del dibujo y fotomontaje de los cartones o páginas, mi mente volaba y volaba imaginándome las aventuras del personaje.
No sabría explicar por qué se me metió en la cabeza que yo también podía escribir, y un día me senté frente a mi máquina y me puse a teclear una aventura para El Santo "El Enmascarado de Plata". Esta labor me llevó varios días, sin dejar mi chamba de dibujante, claro. Y cuando asumí que el guión estaba terminado, se lo llevé al señor Cruz, no sin cierto miedo, porque de sobra conocía su duro, y a veces difícil carácter y temperamento.
Cuando se lo mostré me dijo:
- ¿Qué es esto?
- Un argumento para El Santo, señor. -le dije tratando de controlar mi temblorina-
Lo vi levantar y arquear su ceja izquierda al más puro estilo de La Doña. Y sin dejar de clavarme su fría mirada, que yo sentía como de hielo, preguntó, no sin cierta ironía:
- ¿Argumento?
Mi temor se convirtió en azoro cuando me arrebató las hojas de la mano, las rompió y las aventó a su cesto de basura.
- ¡Déjese de tontejadas y váyase a trabajar!
Como perro en barrio ajeno (con la cola entre las patas) salí de su oficina, fui hasta mi restirador y volví a lo mío... al dibujo.
Tres o cuatro días después, me mandó llamar.
Con lo que había pasado antes, me imaginé que volvería a frijolearme, si bien me iba, o en el peor de los casos, que me correría por haberme atrevido a "pisar sus terrenos", porque allí, el único que escribía los argumentos para El Santo, era él. ¡Y nadie más!
Al entrar a su oficina, vi que sobre su escritorio estaban las hojas de mi "argumento", pegadas con "diurex" y él parecía estarlas leyendo.
Ni siquiera levantó la vista para mirarme, sólo me dijo:
- Ya leí su... su... ...su ésta cosa que no me sirve ni para calentar mi boiler. (¡Órale!)
Pensé darme la media vuelta y salir de ahí para no volver a saber de tan altivo señor, pero levantó entonces la cabeza, se quitó los lentes, me clavó de nuevo sus negros ojos, y agregó:
- ¿Por qué escribió este argumento? Dígame la verdad.
- Pues... porque pensé que... que podía ser argumentista...
- ¡Hmmm! -arrugó la nariz como solía hacerlo cuando elucubraba alguna maldad... literaria por supuesto- ¿De veras quiere ser argumentista?
- S-Sí, pero...
- ¡Muy bien! -se levantó, me encaró y casi sonrió- ¡Yo voy a hacer de usted un argumentista... no tan bueno como yo (¡Sopas!), pero algún día se comerá una torta con un argumento que le compren!
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