ANÉCDOTA
A mediados de 1973, cuando yo escribía los argumentos para la revista Chanoc, recuerdo que coincidí en un elevador con don Armando Ayala Anguiano, fundador y director de la revista CONTENIDO cuyas oficinas estaban en el mismo piso donde hacíamos Chanoc.
Ya antes nos habíamos encontrado en los pasillos, la escalera o en la cafetería del edificio, y lo saludé.
Don Armando, con su enorme e inseparable puro en la boca, me dijo:
- ¿Tú eres el que escribe Chanoc, verdad?
No sé cómo estaba enterado, pero le respondí que sí.
- Cuando te desocupes, ¿puedes venir a mi oficina? Quiero platicar contigo.
Rato después, desde atrás de su escritorio y envueltos en el espeso humo y el olor de su habano, me pidió que le escribiera un cuento para publicarlo en Contenido.
Yo no iba a desaprovechar aquella oportunidad que me estaba ofreciendo, y sin pensarlo dos veces, acepté.
- Tú que escribes de selva y el mar, -me dijo- quiero que el cuento sea sobre un náufrago. Solamente te diré eso, lo demás es asunto tuyo. Tómate el tiempo que quieras.
Sintiéndome todo un novelista, me encerré dos días en mi casa y escribí el cuento que le entregue muy orgulloso a don Armando.
Cuando lo estaba leyendo, yo observaba su rostro esperando descubrir alguna reacción, pero no vi ninguna. Al terminarlo, lo dejó sobre su escritorio y me dijo fríamente:
- Está bien escrito, pero... -hizo una pausa que no me gustó- no se siente la desesperación del náufrago.
Como que le falta transmitir lo que vive en medio de la nada. Imagínate, todo es agua alrededor y no...
Hizo a un lado las hojas y agregó:
- Olvídalo. Hazme tu recibo para que lo cobres y te agradezco tu tiempo.
Aquello fue un golpe bajo para mí. ¡No había hecho bien mi trabajo y no merecía cobrarlo!
¡Ah, no! -me dije- ¡Tuve la oportunidad y la eché a perder! ¡Ahora debo sacarme la espina, no sé cómo, pero voy a cumplir!
Con la idea de reivindicarme, me fui a Tuxpan, Veracruz, en donde mi hermano, que es médico, daba no sé qué cursos a unos marinos.
No fue fácil convencerlo para que me echara la mano.
Para no extenderme, dos días después, y a bordo de un dragaminas de la Armada, me dejaron a la deriva en un bote de cuatro metros de largo por uno de ancho, a seis millas de Isla de Lobos y con sólo un galón de agua dulce y un paquete de galletas saladas.
El plan era experimentar lo que sentiría un náufrago para luego pasarlo al papel.
Me explicaron que me dejarían allí veinticuatro horas, pero que me estarían monitoreando con radar, luego me recogerían.
Los primeros minutos se me hicieron larguísimos y estresantes. Con el sol pegando a plomo, mojé un paliacate que llevaba y me lo puse en el cuello. ¡Gran tontería! Porque el agua salada me quemó como ácido en la piel.
Poco después, vi una aleta que sobresalía entre las olas... era un tiburón. Eso, el ardor del cuello, la soledad y el tremendo silencio que me rodeaba, hizo que empezara a acicatearme la desesperación.
Y antes de dos horas ya me estaba preguntando qué infiernos hacía allí si podía estar en mi casa, y lejos de semejante estupidez.
No recuerdo cuántas veces escuché pasar un avión, pero por más que lo buscaba no lograba ver nada.
A escasas cuatro horas de que me habían dejado, mi hermano y los marinos ya me estaban recogiendo, pero no era yo, sino un pedazo de carne requemada por el sol, con el cuello ardido, la nariz y la boca reventada por ampollas que amenzaban con explotar... era un pobre títere terriblemente espantado por mi irresponsabilidad.
Total, una semana después le estaba entregando al señor Ayala mi cuento.
Cuando lo leyó, dijo que había un mundo de diferencia entre el primero y éste. Me felicitó, pero también me regañó y de pentonto no me bajó.
- Pero aprendiste. -me dijo- Cuando narres o cuentes algo, debes hacer que trabaje la mente de tu lector, que sienta y experimente lo que quieres decirle. En eso consiste el escribir.
A tres años del fallecimiento de Armando Ayala Anguiano (1928-2013), recuerdo con cariño y respeto al hombre que con pocas palabras me enseñó uno de los puntos esenciales e importantes para escribir. Sin embargo, él no tuvo la culpa si no aprendí la lección, pero se lo agradezco infinitamente.
¡Hasta siempre, don "Mando"!
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