Sobre sus cabezas llevaban el rebozo negro de lana y el pesado manto de la "tristeza".
El féretro estaba colocado sobre la tierra negra y húmeda, entre amarillos cempazúchiles y la flor de nube. La gente comenzó a arremolinarse a su alrededor. Al frente, la viuda y sus hijos, los vecinos detrás y luego los curiosos que se levantaban de puntitas para tratar de ver una vez más el lóbrego cajón funerario.
Las plañideras, una vez que cobraron por sus servicios, ocuparon un lugar entre la viuda y un hombre de piel oscura que llevaba una guitarra en las manos.
El cura comenzó con el rezo y ellas con su propia canción, esa que sólo la muerte entiende y que a los vivos nos hace temblar.
Poco después, sus gemidos se unieron con las tristes notas de la guitarra que hacía lo posible por desgarrarse como ellas.
¡Aayyyyy! -gritaban las plañideras- Y sus lágrimas escurrían por el tobogán de sus mejillas. Y con ellas, los ojos de los presentes se deshacían en aguados lamentos y gemidos...
(fragmento del cuento de mi autoría "Las lloradoras")
Con los españoles llegó a México esta costumbre, y en nuestra tradición cultural, la muerte es un hecho que incluye una serie de ritos destinados a que el alma del difunto encuentre el eterno descanso y logre gozar de un buen lugar en el más allá.
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