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domingo, 28 de febrero de 2016

LA FOTOGRAFIA DE LA PESADILLA Ely Ortiz






LA FOTOGRAFÌA DE LA PESADILLA. (KEVIN CARTER)
Un hombre blanco perfectamente bien alimentado, observa cómo un niño africano se muere de hambre ante la mirada expectante de un buitre.
El hombre blanco hace fotos de la escena durante 20 minutos. No es que las primeras no fueran buenas, es que con un poco de colaboración del ave carroñera le salía una de premio, seguro.
Niño famélico con nariz en el polvo y buitre al acecho: bien; no todos los días se conseguía una imagen así. Pero lo ideal sería que el buitre se acercara un poco más al niño y extendiese las alas.
El abrazo macabro de la muerte, el buitre Drácula como metáfora de la hambruna africana. ¡Ésa sí que sería una foto!
Pero el hombre esperó y esperó, y no pasó nada. El buitre, tieso como si temiera hacer huir a su presa si agitara las alas.
Pasados los 20 minutos, el hombre, rendido, se fue.
No se debería de haber desesperado. Una de las fotos se publicó en la portada de The New York Times y acabó ganando un premio Pulitzer.
Pero incluso así se desesperó. Y mucho. El hombre blanco era un fotógrafo profesional llamado Kevin Carter.
A los dos meses de recibir el premio en Nueva York se suicidó.
Hay dos preguntas. La primera, ¿por qué se suicidó? La segunda, ¿por qué no ayudó al niño? La respuesta a la primera es relativamente fácil.
La respuesta a la segunda es más interesante. Remontemos.
Kevin Carter nació en Suráfrica en 1960, dos años antes de que Nelson Mandela empezara su condena de 27 años de cárcel.
Al llegar a la adolescencia empezó a entender que ser blanco en Suráfrica significaba ser una de las personas más privilegiadas de la Tierra y, al mismo tiempo, cómplice de una atroz injusticia.
Cumplidos los 24 años, Carter descubrió que el periodismo era el terreno donde libraría su guerra particular contra el apartheid.
Comenzó su carrera en 1984, cuando las poblaciones negras en las periferias de las grandes ciudades -como Soweto, que estaba al lado de Johanesburgo- se convirtieron en campos de batalla.
Jóvenes militantes negros, cuya única fuerza residía en su ventaja numérica, lanzaban piedras a los policías y a los soldados, que respondían con gases lacrimógenos, balas de goma o balas de verdad.
Cientos murieron, miles fueron encarcelados. Soweto ardía, y allá, casi permanentemente instalado, estaba Carter, fotógrafo novato de The Johannesburg Star, expiando su culpa.
La gran ironía de la historia reciente de Suráfrica es que cuando salió Mandela de la cárcel en 1990, cuando empezó el proceso de paz que condujo cuatro años después a la democracia, se desató una violencia mucho mayor.
Durante casi la totalidad de aquellos cuatro años, Soweto y otra media docena de poblaciones negras en los alrededores de Johanesburgo vivieron una anarquía asesina demencial, nutrida por opositores al proyecto democrático, en la que murieron unos 12.000.
Allí, una vez más, estaba Carter. Todos los días. Se presentaba temprano por la mañana a los campos de la muerte, como se presentan los oficinistas a sus lugares de trabajo.
Yo también me presentaba allí, pero con menos frecuencia y más tarde.
Siempre que llegaba a estos lugares, en pleno tiroteo o minutos después de una masacre, ahí veía a Kevin Carter, sudado, polvoriento, bolso sobre el hombro, cámara en mano.
A él y a sus tres amigos fotógrafos, Ken Oosterbroek, Greg Marinovich y João Silva. Les llamaban a los cuatro “el Bang Bang Club”. Hacían fotos espeluznantes y se exponían a peligros extraordinarios.
Yo había llegado a Suráfrica en 1989 tras seis años cubriendo las guerras de Centroamérica. Vi pronto que daba mucho más miedo estar en 1992 en un lugar como Tokoza o Katlehong, a escasos kilómetros de Johanesburgo, que en 1986 en los frentes del oriente de El Salvador o el norte de Nicaragua.
Porque en los lugares donde los negros, animados por los blancos, se masacraban podía pasar cualquier cosa en cualquier momento y en cualquier lugar. Con un Kaláshnikov, una lanza, un machete o una pistola.
Ahí trabajaba Carter. Ahí se pasaba desde las cinco de la madrugada hasta el mediodía haciendo fotos de gente matando y de gente muriendo.
Para poder hacer ese trabajo es necesario blindarse, armarse de una coraza emocional.
No se puede responder a lo que uno ve como un ser humano normal. La cámara funciona como una barrera que lo protege a uno del miedo y del horror, e incluso de la compasión.
Carter y sus tres camaradas dormían poco, además, y consumían drogas de todo tipo. Pasaban sus días y sus noches en un acelere mental y en un estado de anestesia emocional casi permanentes.
Si se hubiesen detenido un instante a reflexionar sobre lo que hacían, si hubiesen permitido que los sentimientos penetraran la epidermis, habrían sido incapaces de hacer su trabajo.
El entorno era alocado, pero el trabajo era importante. Si se hubieran quedado en sus casas o se hubieran expuesto a menos peligro, habría habido más muertos, menos presión política para acabar con la violencia.
Ésta era la contribución de Carter a la causa de sus compatriotas negros.
En marzo de 1993 se tomó unas vacaciones de Tokoza y Katlehong y se fue a Sudán. Ahí, apenas aterrizar, es donde vio al niño y el buitre.
Respondió con el frío profesionalismo de siempre. No habría podido elegir otra manera de actuar. Estaba programado, anonadado. El único objetivo era hacer la mejor foto posible, la que tuviera más impacto.
Ahí empezaba y terminaba su compromiso. La lógica era muy sencilla: si hacía una foto potente, se beneficiaría a sí mismo, pero también ampliaría la sensibilidad de los seres humanos en lugares lejanos y tranquilos, despertando en ellos aquella compasión -precisamente- que en él estaba necesariamente adormecida.
Por eso no hizo nada para ayudar si la hubiera ayudado, no habría podido hacer la foto. Porque había llegado al límite de sus posibilidades.
El problema era que la gente normal, empezando por su propia familia, no lo entendía. Fuera donde fuera, le hacían la misma pregunta. “Y después, ¿ayudaste al niño?”.
Se convirtió en un agobio, una pesadilla. Los únicos que no le hacían la pregunta, porque para ellos no era necesario hacerla, eran los amigos del Bang Bang Club.
En abril de 1994 le llamaron desde Nueva York para decirle que había ganado el Pulitzer. Seis días después, su mejor amigo, Ken Oosterbroek, murió en un tiroteo en Tokoza.
Toda la emoción reprimida a lo largo de cuatro años salvajes explotó. Carter se quedó destruido. Lloró como nunca y lamentó amargamente que la bala no hubiera sido para él.
El mes siguiente voló a Nueva York, recibió el premio, se emborrachó, incluso más de lo habitual, y volvió a casa. La guerra se había terminado.
Mandela era presidente. Suráfrica tuvo su final feliz, pero la vida de Carter dejó de tener mucho sentido. Quizá en parte porque el peligro de la guerra había sido su droga más potente, la que le había creado mayor adicción.
Siguió trabajando, pero, perseguido por la muerte de su amigo y -ahora que se había quitado la coraza- la angustia moral retrospectiva de la escena con la niña sudanesa, se hundió en una profunda depresión.
No podía trabajar, o si lo intentaba, caía en errores absurdos. Llegaba tarde a entrevistas, perdía rollos de fotos que ya había hecho. Y tenía problemas en casa: deudas, desamor...
El 27 de julio de 1994, exactamente tres meses después de las primeras elecciones democráticas de la historia de su país, Carter se fue a la orilla de un río donde había jugado cuando era niño, antes de que supiera lo que era el apartheid, el sufrimiento, la injusticia.
Y ahí, por fin, dentro de su coche, escuchando música mientras inhalaba monóxido de carbono por un tubo de goma, logró la paz, la anestesia final de la muerte.

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