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martes, 1 de marzo de 2016

NAVIDAD SANGRIENTA Ely Ortiz



NAVIDAD SANGRIENTA.
Historias de terror, misterio y suspenso.
Autor Mario Crochè.
El timbre lo despertò, le dolìa la cabeza despuès del festejo de anoche.
Lo primero que hizo fue cubrirse los ojos con las manos, por la ventana entraba una luz que le resultò molesta en ese momento.
Ya había amanecido, era la mañana o la tarde del veinticinco de diciembre. El timbre volvió a sonar y el hombre farfulló algo y se levantó.
En el instante antes de abrir la puerta se diò cuenta de que estaba vestido únicamente con calzoncillos, entonces regresó al dormitorio y se vistió. Volvió a la puerta. Abrió.
Un chiquillo, de no más de seis años, lo miraba con una furia turbadora. En su mano sujetaba un camioncito de juguete.

-Yo no te pedí esto, Santa- dijo el niño, sin dejar de mirarlo de esa manera tan perturbadora-. No te pedí un camión. Te pedí un juego para el Play, la última versión de “Call of Duty”.

-¿Ah?- dijo el hombre, tratando de acomodar sus ideas.
-No quiero este camión- repitió el niño-. Quiero mi juego. Te lo dije bien claro ayer, en la juguetería. No quiero juguetes. Este camión no me gusta.
Se lo arrojó a los pies y se le quedó mirando, a la espera de una respuesta. El hombre se apoyó en el marco de la puerta y luego alzó la vista. La calle estaba desierta; la mugre de los festejos de la noche anterior aún permanecía en las veredas. Regresó la vista al chico.
-Hey, nene, ¿dónde están tus padres?
-Eso no te importa, Santa- dijo de inmediato el niño-.
Quiero que me des el juego de la Play que te pedí.

-Mirá, querido, primero y principal: yo no soy Papá Noel.
Soy un tipo al que le pagaron por usar ese traje de Santa Clos. Tal vez ayer te dije que te iba a traer ese jueguito para el Play, pero era mentira, ¿está bien? Me pagaron para decir esas cosas y sacarme fotos con nenes maleducados como tù.
Quienes deben comprarte los regalos son tus padres. Y segundo: ¿cómo supiste que vivo acá?

-Quiero mi juego, Santa.
-Llamaré a la policía para que te lleve con tus padres niño.

Cerró la puerta y llamó al número de la policía, pero nadie atendió. El hombre maldijo en voz alta. En la comisaría debían estar todos borrachos. Regresó a la puerta y antes de abrir recogió el camión que había quedado en el piso.
-Mirá, nene…
Pero se interrumpió. Dos chicos más se habían sumado al primero. Uno sostenía un caballito de juguete, el otro un tanque de guerra del tamaño de una caja de zapatos.
-Estos no son los juguetes que pedimos, Santa- dijeron los niños a coro.
El hombre cerró la puerta. Algo se estaba saliendo de los límites de la normalidad. ¿Acaso por fin la bebida lo habría vuelto loco? Regresó al teléfono y volvió a llamar a la policía, pero de nuevo nadie le contestó.
Se acercó a la ventana y miró. Ahora había al menos diez o doce chicos frente a su puerta. Todos sosteniendo distintos juguetes: desde pelotas hasta libros infantiles, pasando por mesitas de madera y triciclos de plástico.
El hombre abrió la ventana y de inmediato los chicos giraron la vista hacia él.
-Miren, queridos, no sé qué se pensaron que soy, pero se equivocaron- gritó a través de la ventana. El corazón le latía a un ritmo acelerado. Sentía la boca pastosa y seca, un poco por el miedo, pero sobre todo por la resaca-.
Yo no soy Papá Noel. Ayer me vieron en esa juguetería, pero porque me contrataron para eso. Si quieren vayan a reclamarle a él. O mejor a sus padres. Pero a mí me dejan en paz.
Vio que uno de los chicos se agachaba y luego arrojaba algo en su dirección. El hombre atinó a protegerse el rostro antes de que el vidrio de la ventana explotara en mil pedazos.
¡¡¡Caray, que les pasa!!!
-¡Esto no fue lo que te pedí, Santa, viejo degenerado!- chilló el chico que había arrojado la piedra, alzando un trenecito por sobre su cabeza-. ¡Te pedí una bicicleta, no esta porquería! ¡Quiero mi bicicleta, AHORA!
-¡Me rompieron la ventana, son unos malcriados ¡Voy a llamar a sus padres! ¿Me escucharon? Ahora mismo voy a…
Más piedras comenzaron a volar por los aires. Una de ellas, del tamaño de un puño, dio de lleno en su mejilla y sus ojos se inundaron en lágrimas.
El hombre gritó y trató de cerrar los postigos, pero la lluvia de piedras arreció y tuvo que refugiarse detrás del respaldo del sillón. Y en ese momento los chicos comenzaron a entrar por la ventana.
Algunos se cortaban con los vidrios, pero igual seguían adelante. Parecían enardecidos. El hombre salió de su improvisado refugio y atacó al primero que se le acercó.
Lo derribó de un puñetazo, y luego hizo lo mismo con el segundo. Estaba a punto de hacerse cargo del tercero cuando sintió que algo duro y pesado se le hundía en la frente. Otra piedra. El hombre sintió que la sangre le corría caliente por la cara, y luego se desmayó.
Se despertó preso de un dolor inconmensurable en el estómago. Trató de aferrárselo con las manos, pero no pudo: se las habían atado al respaldo de la cama. Alzó la cabeza. Los chicos lo rodeaban. La habitación estaba en penumbras, los ojos de los chicos brillaban como los de los gatos.
El hombre volvió a sentir aquel dolor agudísimo y bajó la vista hacia su panza. Los chicos le habían abierto la carne: metían sus manitas dentro del estómago y apretujaban y removìan sus entrañas. El hombre se sintió a punto de desmayar otra vez.
-¿Dónde están nuestros juguetes, Santa?- le dijeron a coro.
-No lo sé- gruñó el hombre, ya les dije… yo no soy Santa…por favor…

Su cuerpo se convulsionó y sus ojos se pusieron en blanco. Segundos después, el hombre expiró.
-No, no es Santa- suspiró el chico que quería el juego de “Call Of Duty”.
Retiró sus manos de la barriga abierta del hombre y las limpió en las sábanas de la cama.
-¿Quién es el siguiente?-
Otro de los chicos, el del trencito eléctrico, consultó un papel.
-Vive en la calle San Juan 132. Lo vimos ayer en el Centro Comercial del Este.
-Tal vez sea él.
Tarde o temprano encontraremos al verdadero Santa. Y entonces tendrá que darnos los juguetes que pedimos.
-¡Sí!- gritaron con entusiasmo los otros chicos, aplaudiendo y dando pequeños saltitos de alegría.
Recogieron sus juguetes y se marcharon del lugar.
Media hora después, un hombre flaco, que acababa de despertarse de la siesta, abrió la puerta a un chico menudo, que sostenía con sus manos un camioncito de juguete.
-Este no es el juguete que te pedí, Santa- dijo el chico, mirándolo con ojos furibundos.

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