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miércoles, 2 de marzo de 2016

MIS CANICAS Frank La Mora



MIS CANICAS QUE UN DÍA ME TRAJERON LOS REYES MAGOS.  
(recordando con cariño a mis amigos de la infancia)
Las clases habían terminado aquel día medio soleado de enero.
Salimos jubilosos hacia nuestras casas, quizá porque esa era la costumbre o tal vez porque el estómago estaba "lleno de hambre". Los que vivíamos en el barrio bravo de La Paloma Azul nos íbamos juntos; un poco, para ir jugando; otro poco para hacernos fuertes y defendernos del "Temo" que le gustaba molestarnos, humillarnos, y también porque era mayor que nosotros y más fuerte.
Así caminamos cada quien para su casa: Carlos "El Cabezón", Pedro "El Perico", Hermilo "El Milo" y "El Pescado" que era yo, por flaco y mis ojotes saltones. Cuando nos despedimos, sólo acordamos la hora y el lugar donde nos veríamos esa tarde: ¡Detrás de la cerca!
- ¿Trajiste tus canicas? -me preguntó "El Perico"-
- ¡Míralas!
Y yo orgulloso enseñaba mi tesoro, aquel morralito que mi mamá me había hecho con retazos de tela que le sobrara de algunos vestidos. La mayor parte eran canicas de barro, aunque también guardaba varias "ágatas" de vidrio a las que yo llamaba "mis matonas".
- ¡Póngan sus entradas! -decía El Milo-
Y cada uno dejaba tres canicas adentro del círculo trazado en el piso; después, y en debido orden, empezábamos a jugar. El objtivo era sacar las canicas del círculo.
Así nos la pasábamos, hasta que la oscuridad empezaba a abrazarnos, o cuando se aparecía una de mis hermanas, inquiriéndome:
- Te habla mi mamá, que ya te vayas a cenar.
Molesto yo, y en contra de nuestra voluntad, nos retirábamos cada uno por su rumbo, acariciando en sueños el mosaico de juegos que nos esperaba al día siguiente. Yoyo, Trompo, Balero, Burro Castigado, Los Quemados, o tal vez y de nueva cuenta a las canicas, porque nunca nos cansábamos de "cascarlas".
Eso y más, sucedía en aquella barriada pobre de mi añorado Torreón.
Aquellos fueron días mágicos a mi paso por las inolvidables calles de tierra, donde el viento se enredaba por las tardes entre las ramas de los árboles, aunque después se iba arrastrando por las noches estiradas de frío, donde los perros aullaban sin parar.
Y los domingos, cuando no me encontraba con mis amigos, y después de cumplir con la obligada misa y sin un quinto para poder entrar a la matinee de algún cine cercano, me iba a La Plaza de Armas donde, a mi corta edad, ya me atraía mirar a las muchachas, guapas y alegres. Escuchaba a La Banda Municipal que dirigía don Anselmo no sé qué. Saboreaba una poca de fruta picada, aderezada con limón y chile piquín preparado desde mi casa; cargando con mi inseparable morralito de canicas en un bolsillo del pantalón, y me sentaba en una banca y pensaba, y pensaba, y pensaba... quizá soñando en el futuro, quizá planeando emigrar de mi terruño, quizá para...
Bueno, todo eso sucedía en mi infancia, cuando mis amigos y yo disfrutábamos inocentemente de nuestros juegos infantiles.

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