Salimos jubilosos hacia nuestras casas, quizá porque esa era la costumbre o tal vez porque el estómago estaba "lleno de hambre". Los que vivíamos en el barrio bravo de La Paloma Azul nos íbamos juntos; un poco, para ir jugando; otro poco para hacernos fuertes y defendernos del "Temo" que le gustaba molestarnos, humillarnos, y también porque era mayor que nosotros y más fuerte.
Así caminamos cada quien para su casa: Carlos "El Cabezón", Pedro "El Perico", Hermilo "El Milo" y "El Pescado" que era yo, por flaco y mis ojotes saltones. Cuando nos despedimos, sólo acordamos la hora y el lugar donde nos veríamos esa tarde: ¡Detrás de la cerca!
- ¡Míralas!
Y yo orgulloso enseñaba mi tesoro, aquel morralito que mi mamá me había hecho con retazos de tela que le sobrara de algunos vestidos. La mayor parte eran canicas de barro, aunque también guardaba varias "ágatas" de vidrio a las que yo llamaba "mis matonas".
- ¡Póngan sus entradas! -decía El Milo-
Y cada uno dejaba tres canicas adentro del círculo trazado en el piso; después, y en debido orden, empezábamos a jugar. El objtivo era sacar las canicas del círculo.
Así nos la pasábamos, hasta que la oscuridad empezaba a abrazarnos, o cuando se aparecía una de mis hermanas, inquiriéndome:
- Te habla mi mamá, que ya te vayas a cenar.
Molesto yo, y en contra de nuestra voluntad, nos retirábamos cada uno por su rumbo, acariciando en sueños el mosaico de juegos que nos esperaba al día siguiente. Yoyo, Trompo, Balero, Burro Castigado, Los Quemados, o tal vez y de nueva cuenta a las canicas, porque nunca nos cansábamos de "cascarlas".
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