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martes, 1 de marzo de 2016

LA CALLE DE NIÑO PERDIDO Luis Bernàldez Gòngora






LA CALLE DE NIÑO PERDIDO (Sucedió en lo que hoy es Eje Central)
Esta leyenda nos cuenta, que en aquella época vivía un acaudalado caballero llamado Enrique de Verona, que con el paso del tiempo se había hecho de prestigio y fama debido a que era un excelente escultor. 

Había sido requerido para hacer trabajos en la Catedral de Toledo, en España; después hasta el mismísimo virrey don Francisco Hernández de la Cueva, le contrató para que realizara el altar de reyes en la Catedral de la Nueva España, donde también este hombre trabajador se hizo de fama y fortuna. 

Pero no solo le iba bien en su faceta de escultor, pues don Verona había dejado en su tierra esperando para contraer matrimonio a una hermosa mujer gaditana, quien iba todos los días sin falta al puerto a para ver si en cualquiera de los barcos venía su futuro marido; aparentemente este era el futuro que le esperaba al caballero, pero el destino hizo que todos estos acontecimientos dieran un giro inesperado a sus planes.
Don Verona ya tenía todo planeado para su regreso a España y desposarse con aquella mujer que lo aguardaba, pero sucede que a pocos días de hacer su largo viaje, un día al dar la vuelta en una esquina, se cruzara en su camino con una dama a la que se le había caído el pañuelo; y como todo caballero educado y cortés se acercó a levantarlo y a entregárselo en propia mano, los dos se miraron fijamente a los ojos, y la dama con una voz suave como la de un ángel le dio las gracias. 

Palabras, solo eso, pero aquellas palabras sumadas con la imponente belleza de la doncella, hicieron que el corazón de Verona diera vuelcos de emoción, eso solo significaba una cosa: amor.
Aquel agradecimiento retumbaba en su cabeza como si de un canto celestial se tratase; así se estuvo un largo rato pensando en aquella mujer, hasta que cayó a cuenta de que todavía le faltaba ultimar algunos detalles de su viajes, pues partía al día siguiente, entre ellos se encontraba un amigo al que casi no hacía caso, y le parecía una falta imperdonable no pasar a despedirse de él, pues a su cuidado había dejado un gatito para que nunca le faltara nada. 

Lo que buscaba el despistado Verona era disculparse ante sí mismo, y con el cambio que acababa de experimentar su joven corazón, iba a buscar mil y un pretextos para aplazar el momento de encontrarse con la gaditana.

No paso mucho tiempo para que el caballero conociera a aquella hermosa dama, quien llevaba por nombre Estela de Fuensalida y que también tuvo que dejar plantado a su prometido, un viejo platero llamado don Tristán de Valladares; ambos se enamoraron profundamente y tiempo después contrajeron matrimonio, pero en este caso no terminaría con “y vivieron felices para siempre”. 

La pobre gaditana se quedó esperando hasta que le salieron raíces, pero Valladares no haría lo mismo… lleno de rabia y despecho juró vengarse ¿Cómo lo hizo?
Transcurrió un año y la pareja tuvo a un hermoso niño, todo era paz y felicidad, hasta que una fría noche del año 1665 llegó el platero a la casa de la pareja, entrando sigilosamente por la barda trasera, como si de un gato se tratase prendió fuego a un pajar y acto seguido se lleva al niño.
Estela y su esposo se despiertan aturdidos en medio de fuego y llamas. La casa era todo un caos, los criados corrían de un lado a otro tratando de salvar sus vidas, la dama cae desmayada y gracias a los vecinos que ayudaron a extinguir el fuego, la familia se salva. 

Cuando la esposa de Verona se hubo repuesto y ya en la calle fuera de peligro, se percató de que su marido y su hijo no estaba con ella, los seres a los que más amaba en este mundo, una angustia horrible recorrió todo su cuerpo y arrodillada en el suelo gritaba desesperadamente llamándoles. 

Acto seguido su esposo acudió a ella, pero con el detalle de que faltaba su pequeño hijo, Estela desesperada entró a la casa todavía envuelta en llamas en busca de su pequeño y como buen marido, Verona estaba por impedírselo cuando en ese momento escuchó el llanto de un bebé, y en ese momento avistaron a un hombre que escondía un pequeño bulto; acto seguido don Enrique y otros se lanzaron sobre aquel hombre para quitarle al niño que traía en brazos, quien era nada menos que el platero Tristán. 

Después de estos acontecimientos, todo fue volviendo a la normalidad, pero aquel suceso que causo tanto escándalo en la Nueva España, quedaría en la memoria de los habitantes, pasando a llamar esta calle como “Niño Perdido”.

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