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lunes, 22 de febrero de 2016

EL CASTILLO DE LA PUREZA Ely Ortiz.








                                                 La Familia.
                                                  Rafael Perez Hernàndez.


                                                                  Hijos.
                                       Una de las niñas antes de morir.


                                                    Los Titulares.
                                                             La maltratada familia.

                                                                     Bienvivir Perez.



                                                        El cuarto de los hijos.
EL CASTILLO DE LA PUREZ (historia real)
Rafael Pérez Hernández nació en Encarnación de Díaz, Jalisco.
Allí transcurrió su infancia y juventud.
Se casó muy joven y se divorció a los treinta y tres años.
En un accidente ferroviario, perdió el brazo izquierdo: cayó de un tren en marcha cuando viajaba como polizón.
Esa mutilación le causó un profundo rencor y un trauma del que jamás se repuso.
Poco después, conoció a una joven que lo deslumbró; se llamaba Sonia María Rosa Noé y tenía diecisiete años de edad.
Ella era descendiente de vascos. Al poco tiempo se casaron y decidieron trasladarse a la Ciudad de México.
Se instalaron en la llamada "casa de los macetones" ubicada en la esquina de las calles Insurgentes Norte y Godard.
Una vieja casona de estilo europeo que estaba prácticamente en el abandono.
Imbuido en la lectura de obras filosóficas de distintos periodos y diferentes corrientes, Rafael se asumió como “librepensador”, aunque eso no lo privaba de ser devorado por unos celos terribles ante la belleza de su joven esposa, rubia y de ojos azules.
Rafael abjuraba de cualquier tipo de religión. Cuando su primera hija nació, no quiso ponerle “el nombre de alguna santa” y la llamó Indómita Pérez Noé.
Proveniente de una familia eminentemente católica, decidió romper con sus familiares.
Tenía un hermano y un tío al que veía con cierta frecuencia.
Eran padrinos de bautismo de sus hijos. Pero ante su nueva visión del mundo, el mundo estaba contaminado por la corrupción, la mentira, el crimen.
Cuando lo comentó con ellos, no lo comprendieron;
Rafael decidió que también se habían corrompido y no volvió a verlos.
Además, para alejar a sus hijos de cualquier tentación, Rafael decidió que jamás irían a la escuela.
Tampoco serían tratados por médico alguno. Tenían que vivir en estado natural, alejados del supuesto progreso del siglo XX.
La Casa de los Macetones tenía un peculiar olor al que los vecinos jamás pudieron acostumbrarse.
Contaban que apestaba a muerte, lo que de algún modo era cierto.
Rafael Pérez Hernández había montado una pequeña industria casera, consistente en una fábrica de venenos para ratas e insecticidas.
Tenía una enorme habitación donde experimentaba.
Gozaba al atrapar roedores y atormentarlos, administrándoles diferentes cantidades de venenos.
Pasaba allí largas horas viéndolos agonizar, disfrutando su sufrimiento.
Después de Indómita, tuvieron dos hijos más. Pero el manejo descuidado del laboratorio provocó que uno de ellos muriera envenenado; como Rafael se negó a que recibiera atención médica, el bebé murió.
Lo enterraron en el jardín de la enorme y deteriorada casa.
Pérez Hernández cubrió con cal el cadáver para que no oliera, aunque no dio resultado.
Un año después, nació otra niña. Una versión diría que el mismo Rafael había experimentado con ella un nuevo tóxico.
Presa de convulsiones y dolores espantosos, la bebé comenzó a vomitar sangre y espuma.
La esposa de Rafael lo amenazó por primera y única vez en su vida, y él tuvo que llevar a la niña con un médico.
No sirvió de nada. El doctor Rafael Medellín declaró que cuando le llevaron a la niña, de escasos seis meses de nacida, estaba agonizando.
El padre se llevó el cuerpo y lo enterró también en su domicilio.
Las muertes cesaron, pero no los maltratos. Durante quince años, Rafael Pérez Hernández se comportó como un tirano.
Procreó cinco hijos más con su esposa, a quien bautizó como Libre, Soberano, Triunfador, Bienvivir y Librepensamiento.
Cuando tuvieron la edad suficiente, sus hijos elaboraban los insecticidas y el veneno para rata que el padre vendía en las tiendas del centro de la Ciudad de México.
El padre exigía respeto y devoción, se consideraba dueño de sus hijos.
Era estricto y los obligaba a trabajar largas jornadas.
Los alimentaba todos los días con agua, avena y frijoles, una alimentación modesta que favorecería a la espiritualidad.
Los horarios para la comida eran rigurosos y, cuando la familia estaba reunida, el padre hablaba de sus ideas ante un grupo de niños que comían silenciosos sin entender lo que les decía.
También los obligaba a escuchar música clásica y aprenderse todo lo concerniente a cada una de las piezas, bajo amenaza de castigarlos si cometían errores.
Después de trabajar, reunía a su familia en un cuarto y les leía obras de filosofía.
También les hablaba del mundo exterior, de todo lo que transcurría afuera de la casa donde vivían permanentemente encerrados.
Lo describía como un sitio lleno de horrores, de maldad e inmundicia.
Por ello, toda visita estaba prohibida. En la casa no había calendarios, ni relojes, y solamente existía un espejo en la recámara principal.
Pese a todo, Rafael Pérez Hernández no respetaba sus propios preceptos; cuando salía a vender sus productos, comía opíparamente en algún restaurante y frecuentaba prostitutas.
Un día, Libre Pérez Noé, el hijo de quince años, se atrevió a subir al árbol más grande del patio.
Era una mañana soleada y su padre se había ido a vender el raticida.
Estaba cansado de trabajar, sabía que del otro lado de las paredes había algo distinto a las ruinas de la casa en que vivían.
Estuvo subido en la copa del árbol un buen rato. Vio a otras mujeres diferentes a su madre y a sus hermanas caminando por las calles.
Al bajar, les contó a sus hermanos cómo era la calle, cómo vivían en el mundo exterior.
Esa misma noche, al pequeño Triunfador le remordió la conciencia y le contó a su padre lo que había pasado.
El castigo para Libre fue ejemplar: lo golpeó salvajemente y después lo encerró en un cuarto oscuro y estrecho, reservado para los castigos, condenándolo a no comer durante tres días.
Taladró agujeros en las puertas y paredes y se acostumbró a espiar a su familia.
Cuando estaba de mal humor, gustaba de disparar al aire con su flamante pistola. Después de eso, Rafael Pérez Hernández decidió llevar a sus hijos a la calle para enseñarles la podredumbre de la que se encontraban a salvo dentro de su casa.
Los llevó al rumbo de La Merced, al famoso cuadrante de la Soledad, donde prostitutas y malvivientes se asoleaban sentados en la banqueta. Indómita, Libre y Soberano Pérez Noé fueron los primeros en efectuar la travesía.
Cada uno fue solo con su padre en lo que él llamó “un viaje de iniciación al Mal”.
Regresaron confundidos y temerosos a refugiarse de la mala experiencia en la elaboración de los raticidas.
Pero Indómita Pérez hacía honor a su nombre. Tenía ganas de vivir y de marcharse de aquel lugar; además, odiaba a su padre al mismo tiempo que le profesaba un extraño amor.
El despertar de su sexualidad y la relación incestuosa que cometió con su hermano Libre, motivaron nuevos castigos por parte de Rafael Pérez Hernández.
Su padre le decía que vivían en el Paraíso, un Paraíso terrenal que se mantenía con las ganancias de la venta de insecticidas y veneno, por ello tenían que trabajar tanto y sufrir mucho.
Su padre comenzó a llevarse a Indómita con él para vender los venenos y mantenerla vigilada; pero ella se sintió atraída por el dependiente de una de las tlapalerías donde su padre vendía sus productos.
El chico la miró con deseo. Para ella fue una revelación.
Meses después se atrevió a pedir ayuda.
Escribió en un papel con letra grande que eran prisioneros de su padre, “un loco que se sentía Dios”.
Indómita subió al árbol, el mismo enorme árbol desde el que su hermano Libre había visto el mundo y arrojó el papel a la calle.
Tuvo que hacerlo en tres ocasiones diferentes antes de que alguien la viera, recogiera el papel y llamara a la policía.
Los agentes recibieron la alerta y comenzaron a vigilar la casa.
El 25 de julio de 1959, un comando irrumpió en la derruida casona y detuvieron a Rafael Pérez Hernández, quien antes de entregarse trató de provocar un incendio para quemar todo el lugar.
La apariencia de los seis hijos era la de enfermos mentales.
Cuando fueron rescatados de su prisión por la policía, se mostraron azorados, ninguno hablaba bien, estaban desnutridos y enfermos.
Su ropa estaba vieja y sucia, sus cortes de cabello se los hacían ellos mismos y olían mal.
Las notas periodísticas recogieron sus declaraciones:
"Rafael Pérez Hernández negó los cargos de privación ilegal de la libertad, diciendo que sus hijos sólo tratan de apoderarse del capital que ha logrado formar con muchos sacrificios.
Sin embargo, todo ello es falso, pues sus hijos son todos menores de edad, no les proporciona ninguna comodidad y los obliga a trabajar en su provecho en el pequeño taller de fabricación de insecticidas que tiene en su domicilio.
La investigación, llevada a cabo por el Servicio Secreto, merece todos los elogios, ya que para que los agentes pudieran llegar a detener a este individuo y liberar a su mujer y a sus hijos, fue necesario establecer servicios de vigilancia en los lugares cercanos a la casa.
Sobre los nombres puestos a sus hijos, declaró: ‘Los he bautizado con el nombre que tienen porque significa algo.
Por ejemplo, el nombre que ustedes llevan, estoy seguro que no saben lo que quiere decir.
No me agrada la maldad del mundo y quiero proteger a mi familia.
Mis hijos no serán unos vagos, mi esposa y yo nos encargamos de enseñarles a leer y a escribir’”.
Rafael Pérez Hernández fue enviado a la temible prisión del Palacio Negro de Lecumberri.
Su familia terminó arrepentida de haberlo denunciado; descubrieron que no sabían hacer gran cosa y que sin el padre, apenas y podían sostenerse.
Visitaban frecuentemente a su padre en la prisión y declararon que lo habían perdonado y que lo extrañaban.
Su esposa, Sonia María Rosa Noé, declaró ante los medios que seguía enamorada de su marido.
Pero Rafael Pérez Hernández no aguantó la vida en la cárcel y el escarnio público.
El 13 de noviembre de 1972, se robó una cuerda y se colgó en su celda.
Su familia guardó luto por meses.
El célebre caso sería llevado años después al cine en la película El Castillo de la Pureza, de Arturo Ripstein.
También inspiraría una película griega: Caninos (Kynódontas), dirigida por Giorgos Lanthimos.
Durante mucho tiempo, su historia sirvió para que las madres asustaran a sus hijos, amenazándolos con mandarlos a La Casa de los Macetones si se portaban mal.

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