--¡Es Cihuacóatl!—exclamó el más viejo de los cuatro sacerdotes.
--La diosa ha salido de las aguas y ha bajado de la montaña para prevenirnos otra vez –agregó otro.
Los cuatro subieron al lugar más alto del templo del gran teocalli, dedicado a Huitzilopochtli, y vieron hacia el oriente una figura blanca, con el cabello peinado de tal modo que parecía llevar en la frente dos pequeños hongos, y que arrastraba una cola de tela tan vaporosa que jugueteaba con el frescor de aquella noche de luna llena.
Cuando el grito se apagó y su eco se perdió a lo lejos, todo quedó en silencia, pero un nuevo alarido llegó a los oídos de los sacerdotes.
--¡Hijos míos! –se escuchó--, ¡amados hijos del Anáhuac, la destrucción de todos ustedes está próxima! --y cuando aquella frase alcanzaba las faldas del monte, siguió la misma voz chillona --¿A dónde irán? ¿A dónde los podré llevar para que escapen de un destino tan cruel?
Los sacerdotes estuvieron seguros de que aquella aparición que sumía en el terror a los habitantes de la gran Tenochtitlán era la diosa Cihuacóatl (Mujer serpiente), la protectora de la raza mexica, la buena madre que había heredado a los dioses para luego conferir su poder y su sabiduría a Tilpotoncatzin.
El emperador Moctezuma Xocoyotzin que se hallaba en su palacio empezó a mirar con ojos vivos los códices que se guardaban en los archivos del imperio, pero no pudo descifrar lo allí escrito.
--Señor –le dijeron--, en estos viejos códices se nos comunica que la diosa Cihuacóatl aparecerá, según el sexto pronóstico de los profetas, para anunciarnos la destrucción de su imperio. Dicen aquí los antiguos sabios, mucho más sabios que nosotros, que hombres extraños vendrán por el oriente a someter a tu pueblo y a ti mismo, que tú y los tuyos llorarán y sufrirán grandes penas, que finalmente toda tu raza desaparecerá y nuestros dioses serán humillados por otros dioses mucho más poderosos.
--¿Acaso serán dioses más poderosos que Huitzilopochtli, que el gran destructor Tezcatlipoca yque nuestros valerosos dioses de la guerra y de la sangre? –preguntó Moctezuma mientras inclinaba la cabeza humilde y temeroso.
--Así lo indican esos sabios y por eso hemos visto y oído a la diosa Cihuacóatl, que vaga por los territorios del Anáhuac llorando y gritando, para quienes sepan oír, las desgracias que pronto nos alcanzarán.
Moctezuma guardó silencio y se quedó pensativo, hundido en su gran trono de mármol y esmeraldas; los cuatro sacerdotes doblaron los pasmosos códices y se retiraron también en silencio para ir a depositar de nuevo en los archivos imperiales, aquello que dejaron escrito los más sabios y más viejos.
Tiempo después, cuando llegaron los colonizadores españoles y se inició la conquista, una mujer vestida de blanco y con su cabello negro flotando al viento de la noche, solía aparecer por el suroeste de la capital de la Nueva España, luego tomaba rumbo al oriente y cruzaba calles y plazas como impulsada por la brisa. Finalmente la aparición se detenía ante las cruces, los templos y los cementerios para lanzar un grito que hería el alma de cualquiera: “¡Ay, mis hijos… ay!” Y tal alarido no dejaba de repetirse durante toda la noche.
Nadie se atrevió a detenerla e interrogarla. Todos creyeron que se trataba de un fantasma errante que penaba por un desdichado amor. Y así es como la leyenda de la Llorona se convirtió en una de las más populares de la Nueva España.
Tomado del libro “Mitos y leyendas de los aztecas”, selección de Francisco Fernández.
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