LA NIÑA DEL CALLEJÒN.
Sólo de recordad este suceso se me eriza la piel y siento un sudor frío bajándome por la espalda.
Estaban próximos los Juegos Olímpicos de 1968 y yo vivía en Coyoacán. Para llegar a mi casa tenía que pasar por aquel callejón del que tanto oía hablar a la gente. Recuerdo que entre casa y casa había terrenos baldíos cercados con mallas de alambre.
Ya pasaba más de la media noche, por eso no me pareció normal ver a la niña aquella en uno de los baldíos semi oscuros arrullando un muñeco cantando con su vocecilla:
- A la rurru niño a la rurru ya...
Quise creer que que la pequeña simplemente jugaba, pero las luces apagadas del vecindario me decían que algo no estaba bien.
Cuando pasé frente a donde canturraba con su cabecita gacha.
De pronto, aquella voz infantil se tornó como la de una anciana que retumbó como si el eco susurrara en la oquedad nocturna:
- ¿Juga...mos?
- ¡No! -le dije lo más enérgicamente que pude- Y apresuré el paso.
- Ándale, no te vayas... juega conmigo.
Me di cuenta que no era la niña, sino su voz espeluznante y macabra.
Entonces vi como la pequeña caminó hacia la malla metálica y la atravezaba como si no existiera, pero al levantar la cara, aquel rostro infantil era espectral, y sentí que el aire me faltaba.
Como pude pronuncié un par de rezos de forma incompleta, pero pidiendo de corazón a... a... a no sé quién, que me salvara de aquel ente diabólico que se fue desvaneciendo antes de llegar a mí, dejándome temblando de miedo.
Aún hoy en día, cuando me encuentro solo, parece que escucho la terrorífica voz diciéndome: ¿Juga...mos? ¿Juga...mos?
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