Apenas recuerdo a la tía Concha cuando era jóven, lo que sí recuerdo es que ya muy viejecita se fue a vivir a un asilo de ancianos, porque sus hijos, mis primos, se marcharon de la ciudad para irse a hacer su vida, lejos de donde nacieron y crecieron.
Cuando supe donde estaba, fui a verla y le prometí que la visitaría cada vez que me fuera posible. Y así lo hice.
Casi siempre iba los sábados y en las pláticas ella me contaba que desde que llegó al asilo había escogido sentarse junto a una ventana que daba al jardín, y por ahí de media mañana desmenuzaba una galleta sobre el alféizar.
Esto no le gustaba a las demás ancianitas porque decían que aquello atraería a las hormigas y el asilo se llenaría de ellas.
- Pues no, -me decía la tía Concha muy divertida- lo que atrajo fue a un pajarillo que llegó a picotear las migajas. Luego, se iba volando muy contento.
Pero aquello también disgustó a sus compañeras.
- ¿Te diste cuenta de lo que conseguiste? -le decían las demás- Comió y se fue, así como se fueron nuestros hijos, y ya ni se acuerdan de nosotras que fuimos quienes los criamos.
La tía Concha no decía nada, pero todas las mañanas desmenuzaba una galleta en la ventana y el pajarillo aquel venía a picotearla, casi siempre a la misma hora.
- Después de un tiempo, -decía la tía Concha- el pajarillo trajo a sus crías y ellas también se presentaban todas las mañanas a picotear las migajas de la galleta.
Luego vinieron otros pájaros, y otros y otros.
- Ahí están tus avechuchos. -le reprochaban con algo de molestia y envidia las viejecitas-
- Ojalá bastara con poner una galleta en la ventana, -decía otra- para que así vinieran nuestros hijos.
- ¿Y los tuyos dónde están, Concha?
- Sí. ¿Por qué no vienen a visitarte?
- Ellos no, pero viene mi sobrino. -respondía muy orgullosa-
No agregaba más. Imperturbable desmenuzaba todas las mañanas la galleta para "sus" pajaritos.
Las demás ancianas meneaban la cabeza y pensaban que la tía Concha estaba medio chiflada. Porque además, no se comía sus galletas, sino que las regalaba a las aves sin que se lo agradecieran de alguna manera.
Pero un día, la tía Concha murió y sus hijos no se enteraron hasta después de un tiempo, cuando ya no valía la pena hacer el viaje para el funeral.
Lo que sí recuerdo, es que el día que la sepultamos, una enorme parvada de pájaros revoloteó encima del cementerio y acompañaron con sus cantos el momento en que el féretro de la tía Concha bajaba a su última morada.
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