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sábado, 7 de noviembre de 2015

UN FANTASMA EN LECUMBERRI.. Frank Lamora












Hoy compartí unos momentos con el hombre que barre la calle.
Por unos minutos dejó su escoba de varas, se sentó en la orilla de la banqueta, y yo con él, y mientras se empujaba un atolito con tamal, me platicó que hace más de quince años trabajó en intendencia del Archivo General de la Nación, lo que antiguamente fue la macabra penitenciaría del Palacio Negro de Lecumberri.
Don Felix, así se llama este honesto servidor público, empezó diciendo:
- Era una noche igual que todas, yo acababa de limpiar los pisos de la recepción, recogí la basurita, pasé el trapeador y me fui a la bodeguita donde guardaba mis cosas. Antes de llegar al corredor de archiveros, donde antes era el patio de visitas con las celdas a los lados, oí un suspiro alargado. Yo ya había oído decir a los compañeros que ahí "espantaban" y palabra que me asusté, pero no vi a nadie. Tampoco dije nada porque se iban a reir de mí. Pasaron unos días y otra noche volví a oír el suspiro aquel, pero ahora vi a un hombre sentado en una silla.
Me acerqué y le pregunté:
- ¿Quién eres, mano? ¿Cómo entraste?
Nomás suspiró, agachó la cabeza y volvió a suspirar.
- Otra vez no vino Amalia, ¿verdad?
En vez de averiguar cómo era que estaba ahí y a esas horas, nomás dije:
- ¿Quién es Amalia? ¿Trabaja aquí?
- Mi esposa Amalia... no vino...
Yo me di cuenta que tenía puesto un uniforme rayado, como el de los presos de los años cuarenta, pero estaba gris y sucio. Me fijé bien y no parecía un fantasma, más bien parecía mucho muy enfermo y triste. Yo volteé a un lado para dejar mi cubeta en el piso y recargar el trapeador en la pared, pero cuando me volteé... ya no estaba el hombre. Había desaparecido así como así, sin hacer ruido. Miré el pasillo, largo, largo, y no, pos no había modo de que se hubiera escondido tan rápido.
Después de aquella noche comencé a enfermarme de los nervios, porque las sombras se me hacían que estaban vivas y que se me echaban encima. No sé si usted me va a creer, pero lo volví a ver. No digo que todas las noches... no, nomás los viernes terceros de cada mes. Y siempre preguntándome por Amalia, aquella que según me contó, nunca fue a visitarlo.
Esto se lo comenté a una señora que trabajaba allí. Ella había leído los archivos de cuando Lecumberri era cárcel y me contó la historia de Anselmo, un preso al que apodaban "El Venado" en son de burla, porque su esposa le había "puesto los cuernos" con su compadre y para colmo, lo "venadearon". El compadre y la mujer adúltera planearon un robo y mataron a una señora muy rica. Y la mala mujer testificó que el culpable había sido su esposo. "El Venado" sabía toda la verdad y como la quería mucho, no quiso que ella fuera a la cárcel y él se echó toda la culpa. Anselmo esperó y esperó cada viernes de visita, pero ella nunca fue. Según ésto, que desapareció con el compadre llevándose todo lo que robaron. Este cuate, "El Venado", estuvo preso nomás seis meses, porque el último viernes que no tuvo la visita de Amalia, se quiso fugar por el pabellón cuatro, pero los guardias lo mataron a balazos. Parece que buscó que lo mataran... ¿sabe por qué? Porque ese pabellón no tenía más que una puerta que era entrada y salida. ¿Me entiende?
Le dije que sí con movimientos de cabeza. Y entonces me di cuenta que ya se había terminado el atole y el tamal. Nos levantamos de la banqueta, él tiró la hoja y el vaso a uno de los botes contenedores, pintados de anaranjado, y retomó la plática:
- Miré usted, la última noche que vi el fantasma del "Venado", triste como siempre, me dijo que no podía seguir así, cargando con su pena. Él creía que estaba vivo y cada vez que yo le decía que estaba muerto, que ya era un fantasma, me cambiaba la plática. Y a lo mejor esa sea la verdadera condena que deba pagar, la de andar penando después de finado, de sentirse traicionado por la mujer que quería mucho. Y mire lo que son las cosas, Don, a lo mejor le sirvió de algo mi compañía de muchas noches, pero... se lo digo a usted nomás... yo no podía seguir platicando con un muerto, dejé la chamba aquella y míreme, sigo barriendo y limpiando, pero ahora las calles.
Don Félix bebió agua de una botella de refresco que llevaba ahí, entre el cartón, se despojó de una roída chamarra, la metió a una bolsa negra de plástico y me sonrió.
- Á'i nos vemos, Don...
Lo vi acomodarse el sucio overol amarillo, y se alejó empujando su carrito...
- ...Hasta mañana.
Y continuó su dura y diaria labor que mucho le agradezco, por eso y por su buena plática.

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