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martes, 3 de noviembre de 2015

LA PRIMERA CABEZA REAL QUE RODÒ. Ely Ortiz


La mañana del 30 de enero de 1649, el pueblo de Londres se arremolinaba expectante en Whitehall para presenciar la decapitación pública de su rey, Carlos I, de la familia de los Estuardo.
Tomado prisionero en la guerra, había sido juzgado por un tribunal, cuya legalidad rechazó expresamente, y declarado culpable, acusado de “tirano, asesino y enemigo de la nación”.
Fueron el recio carácter y la expresa determinación de Oliver Cromwell, junto con el fortalecido el bando parlamentario, los que lograron la nada fácil tarea de enjuiciar al rey Carlos I, calificado como El Sanguinario.
Fiel hasta el fin a su papel, el orgulloso soberano Carlos se había abrigado bien, con el fin de evitar que el frío reinante le hiciese tiritar involuntariamente en el cadalso y que aquello se interpretase como una manifestación de miedo ante la muerte.
Ya en el patíbulo, tras anunciar a sus verdugos que iba a rezar unas oraciones, les dijo: “Cuando esté dispuesto, os haré una señal para que descarguéis el hacha”.
Implacable, Cromwell, su gran opositor, había declarado poco antes: “Nadie moverá un dedo para salvarlo… Podemos cortarle la cabeza, incluso, con la corona puesta”.
Tras condenarle a muerte, Cromwell le envió al cadalso. Mediante este histórico acto, el paso definitivo parecía estar ya dado sin posible marcha atrás.
El nuevo Parlamento, depurado de los elementos disidentes y dueño absoluto de la situación, abolió la Monarquía y proclamó la Commonwealth, una particular forma de república.
Cromwell se alzó como el indiscutido hombre fuerte de la situación.

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